martes, 11 de octubre de 2022

«FRANCISCO, NADA HAY EN LA REGLA QUE PROCEDA DE TI; TODO LO QUE ELLA CONTIENE VIENE DE MÍ. LOS QUE NO QUIEREN OBSERVARLA, QUE SE SALGAN DE LA ORDEN». 4 DE OCTUBRE, SAN FRANCISCO DE ASÍS, PENITENTE, CABALLERO Y PEREGRINO DE LA PENITENCIA.


 




SAN FRANCISCO RENUNCIÓ AL MUNDO Y A TODOS SUS BIENES MATERIALES, NO PORQUE PARA ÉL LOS POBRES FUERAN LO MÁS IMPORTANTE, NO PORQUE QUISIERA SER POBRE, NO PORQUE QUISIERA ESTAR ENTRE LOS POBRES, SINO PARA HACER PENITENCIA, PARA REPARAR SUS PECADOS Y PARA AYUDAR A SALVAR A LOS PECADORES.

SAN FRANCISCO DE ASÍS, PENITENTE. Retirado del mundo a los 25 años, después de una juventud disipada, San Francisco está enteramente crucificado para el mundo.

Caballero y peregrino de la penitencia… Sus últimas palabras, antes de morir: «El Señor me dio de esta manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia...» - - - El Santo reafirma con energía en el Testamento su primera aspiración. - - - - Inculca en los hermanos que se mantengan fieles a esta autenticidad. Si los hermanos no fuesen recibidos en algún lugar, «márchense a otra tierra a hacer penitencia con la bendición de Dios» 





El gran patriarca san Francisco, tan célebre en todo el universo por el brillante resplandor de sus virtudes, admiración del mundo cristiano por el total desasimiento de los bienes de la tierra, y uno de los mayores santos que venera la Iglesia en sus altares, fué natural de la ciudad de Asís, en la provincia do Umbría. Vió la primera luz del mundo el año de 1182, y nació en un humilde establo, donde cogieron á su madre de repente los dolores del parto, y allí mismo le parió; queriendo el Señor que el que había de hacer una vida tan parecida á la de Jesucristo , lo imitase hasta en el lugar de su pobre nacimiento.

 


En 1182, Pietro Bernardone regresó de un viaje a Francia para descubrir que su esposa había dado a luz a un hijo. Pietro estaba furioso porque había hecho que su nuevo hijo fuera bautizado como Giovanni en honor de Juan el Bautista. Por ello, Francisco le tendrá siempre mucha devoción a san Juan Bautista. Lo último que Pietro quería es que su hijo fuera un hombre de Dios: él deseaba que se criase como un hombre de negocios, un comerciante de paños (telas finas) como él, y sobre todo quería un hijo que compartiera su amor con Francia. Así que cambió el nombre de su hijo por Francesco, lo que vendría a significar francés.

 


San Francisco disfrutó de una vida fácil, muy rica al crecer con la riqueza de su padre y la permisividad de aquellos tiempos. San Francisco era constantemente feliz, encantador y un líder nato. Si era exigente, la gente lo excusaba. Si estaba enfermo, la gente lo cuidaba. Si era tan soñador que le iba mal en el colegio, a nadie le importaba. En muchos sentidos, era demasiado querido para su propio bien. Nadie trató de controlarlo o enseñarle.

 

 

A medida que crecía, San Francisco se convirtió en el líder de una multitud de jóvenes que pasaban sus noches en fiestas salvajes. Tomás de Celano, su biógrafo, dijo: «En otros aspectos, un joven exquisito, atrajo a sí mismo toda una comitiva de jóvenes adictos al mal y acostumbrados al vicio». Francisco mismo dijo: «Viví en pecado» durante ese tiempo.

 

San Francisco cumplió todas las esperanzas de su padre, incluso se enamoró de Francia. Le encantaban las canciones de Francia, el romance de Francia, y especialmente los trovadores aventureros de Francia que deambulaban por Europa. Y a pesar de sus sueños, San Francisco también era bueno en los negocios.

 

Su madre trataba de inculcarle la fe cristiana, pero él no estaba muy interesado en ella y trataba de vivir como uno más, al igual que su padre.

 

En su juventud se esforzaba en ser el primero en pompas de vanagloria, en los juegos y en los caprichos, en palabras jocosas y vanas, en las canciones y en los vestidos suaves y cómodos; y, aunque era muy rico, no estaba tocado de avaricia, sino que era pródigo; no era ávido de acumular dinero, sino manirroto; negociante cauto, pero muy fácil dilapidador. Era con todo de trato muy humano, hábil y en extremo afable, bien que para la desgracia suya. Porque eran muchos los que sobre todo por esto, iban en pos de él, obrando el mal e incitando a la corrupción.

 

 



Francisco fue el hombre providencial escogido por Dios para sostener a la Iglesia, pues como en la visión del Papa Inocencio III, estaba a punto de derrumbarse y él la sostenía, arrimando la espalda.

 

 


LA REGLA

 

Estando el bienaventurado Francisco con el hermano León y el hermano Bonicio de Bolonia retirado en un monte (cerca de Rieti) para componer la Regla (pues se había perdido la primera, escrita bajo el dictado de Cristo), muchos de los ministros se reunieron en torno al hermano Elías, vicario del bienaventurado Francisco, y le dijeron:



“Hemos oído que ese hermano Francisco está componiendo una nueva Regla. Tememos que la haga tan dura, que no la podamos observar. Queremos que vayas donde él y le digas que nosotros no queremos obligarnos a esa Regla.



¡QUE LA COMPONGA PARA ÉL, NO PARA NOSOTROS!”.



El hermano Elías les respondió que no quería ir, porque temía la reprensión del hermano Francisco. Como ellos insistían en que fuese, les contestó que en todo caso iría, si ellos le acompañaban. Partieron, pues, todos juntos.



Cuando el hermano Elías, acompañado de los mencionados ministros, llegó al lugar en que se encontraba el bienaventurado Francisco, le llamó. Este respondió al ver a los ministros: “¿Qué desean estos hermanos?”.



 Replicó el hermano Elías:



“Son ministros que, habiendo oído que estás componiendo una nueva Regla, y, temerosos de que la hagas demasiado estrecha, dicen y reafirman que no quieren obligarse a ella; que la hagas para ti, no para ellos”..

 



Entonces, el bienaventurado Francisco levantó su rostro hacia el cielo y le habló así a Cristo: “Señor, ¿no dije bien que no te creerían?”. Y se escuchó en lo alto la voz de Cristo, que respondía:

 


“Francisco, nada hay en la Regla que proceda de ti; todo lo que ella contiene viene de mí.


Quiero que esta Regla sea observada a la letra, a la letra, a la letra; sin glosa, sin glosa, sin glosa”.

 Y

añadió la voz: “Sé lo que puede la debilidad humana y lo que yo quiero ayudarles. Los que no quieren observarla, que se salgan de la Orden”.

 

El bienaventurado Francisco se volvió a aquellos hermanos y les dijo. “¿Habéis oído? ¿Habéis oído? ¿Queréis que consiga que se os repita?”. Los ministros se retiraron confusos y reconociendo su culpa.


 



Ningún fundador de Orden religiosa había fundado su Regla sobre el Evangelio ni había obligado a sus discípulos a guardar el Evangelio en el más estricto sentido. Para él observar el Evangelio no significaba otra cosa que poner

a Cristo por centro de su vida. En la Regla primera, aprobada por el Papa Inocencio, se dice: Para que

siendo nosotros siempre súbditos y sujetos a los pies de esta santa romana Iglesia, guardemos la pobreza y humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo.

 




San Francisco fue siempre obediente a la Iglesia. No puede encontrarse ningún pasaje de su Regla o de sus escritos que hable en contra de esta armonía entre Francisco y la Iglesia.




Tenía mucha compasión de los enfermos y mucha solicitud por las necesidades de ellos. Si la caridad de los seglares le enviaba alguna vez manjares selectos, aun necesitándolos él sobre todos, los daba a los demás enfermos. Hacía suyos los sufrimientos de todos los enfermos y les dirigía palabras de compasión, cuando no podía prestarles otra ayuda. En días de ayuno comía también él, para que los enfermos no se avergonzaran de comer, y no tenía reparo en pedir carne por lugares públicos de la ciudad para el hermano enfermo… Enterado un día de las ganas de comer uvas que tenía un enfermo, lo llevó a la viña y sentándose bajo una vid, comenzó a comerlas para animar al enfermo a que las comiera.



Era muy humano y alegre. A pesar de exigir la pobreza más absoluta y no tener nada propio, ni siquiera cosas comunes o casas, fue siempre muy prudente y caritativo, evitando excesos.

Tomás Eccleston oyó a fray Alberto de Pisa, que después fue general de la Orden (1239-1240), que, morando un tiempo en un hospital, hacía muchos ayunos y penitencias y Francisco le mandó que comiera cada día el doble de ración de lo que hasta entonces acostumbraba. De ahí que el mismo fray Alberto aprendió a ser moderado con sus súbditos.

 


Cuando había faltas graves, se imponía al hermano el abandono de la Orden.




San Francisco seguía la norma de Jesús a sus discípulos: Comed lo que os pongan (Lc 10, 8).

 


En la Regla puso la norma de que el saludo al ir a una casa fuera: La paz sea con esta casa.

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El Señor le reveló el saludo que debían emplear los hermanos, como hizo consignar en su testamento:

El Señor me reveló que para saludar debía decir:



“El Señor te dé la paz”.



En los comienzos de la Religión, yendo de viaje el bienaventurado Francisco con un hermano que fue uno de los doce primeros, éste saludaba a los hombres y mujeres que se le cruzaban en el camino y a los que trabajaban en el campo diciéndoles: “El Señor os dé la paz”.

 



Las gentes quedaban asombradas, pues nunca habían escuchado un saludo parecido de labios de ningún religioso. Y hasta algunos, un tanto molestos preguntaban: “¿Qué significa esta manera de saludar?”. El hermano comenzó a avergonzarse y dijo al bienaventurado Francisco: “Hermano, permíteme emplear otro saludo”.

 



Pero el bienaventurado Francisco le respondió: “Déjales hablar así; ellos no captan el sentido de las cosas de Dios. No te avergüences, hermano, pues te aseguro que hasta los nobles y príncipes de este mundo ofrecerán sus respetos a ti y a los otros hermanos por este modo de saludar”. Y añadió: “¿No es maravilloso que el Señor haya querido tener un pequeño pueblo, entre los muchos que le han precedido, que se contente con poseerle a Él solo, Altísimo y glorioso?”

 



 

SAN FRANCISCO DE ASÍS, PENITENTE

Patrono de Asís, Italia; Acción Católica; personas en trance de muerte; penitentes; ermitaños; familias; comerciantes; paz; animales; naturaleza. Protector contra el fuego. Se lo invoca para no morir en soledad.

n. 1181 en Asís, Italia;

El Serafín de Asís murió el 3 de octubre de 1226, a la edad de 44 años en la Porciúncula, Italia

Se ha hablado mucho del espíritu caballeresco que animaba al Santo; él mismo presentará gustoso su ideal bajo esta luz a lo largo de toda su vida. No se olvide, con todo, que la «cruzada» y, en general, el ponerse al servicio de los intereses de la religión cristiana tenía en la época un claro contenido penitencial. Las incomodidades de la milicia sustituían, según una acreditada y extendida opinión, los austeros ejercicios penitenciales de otro tiempo. Por su parte, los papas habían prometido repetidas veces el reino celestial a quien se sometía a los riesgos de la guerra en favor de la iglesia (C. Vogel).

 

Por lo demás, del hecho que el joven caballero, apenas recibida la investidura, entregase «todos los vestidos elegantes y costosos que recientemente se había hecho... aquel mismo día a un caballero pobre»

 

 

 

Desvanecida en Espoleto su aventura caballeresca, el joven continuaba su ansiosa búsqueda de lo que el Señor quería de él. La necesidad de liberación y de transformación interior le brindó otra posibilidad: ir en peregrinación. Otra forma típica de penitencia y expiación.

 

 

 

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 «Deseaba estar en alguna ciudad donde, pasando por desconocido pudiera despojarse de sus ropas para vestirse de préstamo con las de algún pobre y probar lo que era pedir limosna por el amor de Dios» (TC 10). No se debía pues a una determinación devocional sino a un profundo deseo de humillación y de pobreza, que era justamente el fin de la «peregrinación penitencial».




Con este ánimo emprendió Francisco su primera peregrinación a la tumba de los Apóstoles en Roma. En la basílica de San Pedro realizó el gesto de vaciar ruidosamente todo el dinero que llevaba en su faltriquera sobre el pavimento de la Confesión. Después, «saliendo fuera de las puertas de la iglesia, donde había muchos pobres pidiendo limosna, recibió de prestado y secretamente los andrajos de un hombre pobrecillo, y, quitándose sus vestidos, se vistió los de aquel; y se quedó en la escalinata de la iglesia con otros pobres, pidiendo limosna en francés» (TC 10).

 


Esta fue una experiencia momentánea, de acuerdo. Pero también ella ofrece todas las connotaciones de un itinerario penitencial que el joven vivía en espera de que Dios le revelase finalmente su voluntad.

 

Vendrá la voz del Crucifijo de San Damián y dará a su experiencia el sello definitivo de una «penitencia» proclamada en público y aceptada por Dios a través de su representante. A continuación, la escucha de la palabra del evangelio arrojará nueva luz sobre el camino que Francisco estaba llamado a recorrer con denuedo.

 

 

 


UNA ELECCIÓN: HACER PENITENCIA.

 

«¿Acaso, No buscó refugiarse en la cruz al escoger el hábito de penitencia, que  reproduce la forma de la cruz?» (El hábito de San Francisco tiene la forma de la Cruz Tau). Celano.

 

San Francisco habló a sus compañeros en los siguientes términos:

 



«Consideremos, hermanos queridos, nuestra vocación, a la cual por su misericordia nos ha llamado el Señor, no tanto por nuestra salvación cuanto por la salvación de muchos otros, a fin de que vayamos por el mundo exhortando a los hombres más con el ejemplo que con las palabras, para moverlos a hacer penitencia de sus pecados y para que recuerden los mandamientos de Dios»

 

 

 

 

LOS PENITENTES DE ASÍS

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Algunos, no contentos con oirle, le quisieron imitar, dejando todo cuanto tenían, se pusieron bajo su dirección y gobierno. El primero fué un ciudadano de Asís, llamado Bernardo de Quintabal; el segundo, un canónigo de la misma catedral, por nombre Pedro de Catania; y el tercero fué el beato fray Gil a quien el santo escogió por compañero.

 




Luego que se vió Francisco con estos tres discípulos, determinó formar de ellos una como congregación para ir por todas partes predicando penitencia. Creció a siete el número de sus compañeros, y en breve tiempo llegó al número de doce. Entonces, tomada la bendición, y recibida la misión del obispo, se esparcieron por todas partes aquellos nuevos apóstoles predicando penitencia. La gente los llamaba los penitentes de Asís, y no eran conocidos por otro nombre; pero á vista de las portentosas conversiones que hicieron, los veneraron como a hombres extraordinarios enviados por Dios para reformar las costumbres de todo el mundo cristiano, y para mudar el semblante de todo el universo, tanto con la eficacia de sus palabras, como con la virtud de sus asombrosos ejemplos.

 


Este fue el nacimiento de aquella religiosísima familia, tan célebre en toda la redondez de la tierra por la evangélica perfección de su instituto, por un infinito número de doctores, de mártires y de santos, una de las más nobles y más preciosas porciones del rebaño de Jesucristo, que por el largo espacio de más de quinientos años es la admiración de todo el universo, objeto tierno de la veneración del público, y uno de los más brillantes ornamentos de la Iglesia.

 

 


Esta seráfica orden, cuya santidad respetan todas las naciones, ha dado a la silla apostólica cuatro grandes pontífices, Nicolao IV, Alejandro V, Sixto IV y Sixto V; un prodigioso número de obispos, arzobispos, patriarcas y cardenales, con tanta multitud de ejemplares religiosos, que, aun viviendo el santo fundador, se contaban más de seis mil.

Viendo san Francisco que cada día iba creciendo más y más el número de sus discípulos, compuso una regla, que, en términos muy sencillos, contenía los mismos preceptos que Ies había dado, y quiso que sus hijos la guardasen como segunda ley después del Evangelio. El obispo de Asís, con quien el santo consultaba todas sus cosas, era de parecer que se reservase algunas rentas para proveer a la subsistencia de los frailes; pero san Francisco se mantuvo firme en su dictamen, y no quiso absolutamente que tuviesen otras rentas que las de la divina Providencia y caridad de los fieles.

 

 


Era ya preciso que se confirmase el nuevo instituto, y a este fin partió a Roma nuestro santo; pero el papa Inocencio III no quiso ni aun siquiera que le hablasen del asunto, tratando de iluso y de visionario al santo patriarca. No se desalentó Francisco por este mal recibimiento; antes se retiró con humildad, y recurrió a la oración. Aquella noche tuvo el papa un sueño en que le pareció que nacía a sus mismos pies una pequeña palma, la que en breve tiempo crecía hasta ser un árbol robusto y corpulento, notando también que aquel pobre a quien había despedido con tanto sacudimiento, sostenía con sus espaldas la iglesia de San Juan de Letrán, que, desnivelada ya, venia con lastimoso estrago a dar en tierra. Luego que despertó, mandó buscar a Francisco, y apenas le oyó hablar cuando reconoció entre aquel aire de humilde sencillez uno de los mayores santos de la Iglesia. Abrazóle , animóle á llevar adelante su empresa ; aprobó la regla de viva voz; y ordenándole primero de diácono, le declaró después por ministro general.

 

Colmado san Francisco de favores y de bendiciones del sumo pontífice, salió de Roma con sus doce compañeros, determinados todos ¿morir a sí mismos, y vivir únicamente con la vida de Jesucristo. Habiendo llegado al valle de Espoleto, consultaron entre si,  si sería más seguro para ellos quedarse en aquella soledad para no tener más trato que con Dios. Pero en una fervorosa oración que tuvo nuestro santo, le dió el Señor á entender que los había escogido para trabajar en la salvación de las almas, PREDICANDO PENITENCIA EN TODAS PARTES, ASI CON SUS EJEMPLOS COMO CON SUS SERMONES. Enterados ya de la voluntad de Dios, se restituyeron a la iglesia de la Porciúncula, que les había cedido la religiosa generosidad de los PP. Benedictinos.




 Al principio construyó Francisco algunas pocas celdillas; pero en breve tiempo concurrieron de todas partes tanto número de pretendientes a serlo en el de sus hijos, que fué menester fabricar muchos conventos. Clamaron por ellos Cortona, Arezzo, Vergoreta, Pisa, Bolonia, Florencia y otras muchas ciudades; de manera que en menos de tres años se contaban más de sesenta conventos. No fué el menor de los milagros de san Francisco esta propagación tan prodigiosa y tan pronta de su religiosa familia; pero uno de los mayores milagros que se han visto en la Iglesia de Dios fué la misma vida de este portentoso santo.

 


 

Ninguno de cuantos se veneran en los altares le hizo ventajas en la mortificación. Era continuo su ayuno, sin que jamás se dispensase en él por sus excesivos trabajos. Casi nunca comía cosa cocida , y siempre negó a sus sentidos todo aquello que los podia halagar. Si en lo que le daban de limosna encontraba algún gusto particular, por mínimo que fuese, que le sonjease el apetito, luego lo sazonaba con ceniza. Trataba á su cuerpo con tanto rigor y con tanto desprecio, que le llamaba el jumento; y por su gusto solo se había de sustentar con cardos silvestres. Su cama ordinaria era la desnuda tierra, y una dura piedra por almohada. Su hábito en todos tiempos era una sola túnica, sin acercarse nunca a la lumbre en lo más riguroso del invierno, supliendo la falta del fuego material el del divino amor que le abrasaba; pareciéndole que no le podía reconocer Jesucristo por discípulo suyo si no crucificaba su carne y la maceraba con extraordinario rigor.

 

 

Siendo muy blando y muy compasivo con sus hijos, solo era severo consigo; ni en su celo se advirtió jamás el menor asomo de amargura. Después de haber empleado el dia en predicar, en servir a los enfermos, y en todo género de obras de misericordia y ejercicios de caridad, pasaba la mayor parte de la noche a los pies de un crucifijo, o delante del Santísimo Sacramento, deshaciéndose en lágrimas. No solo se mostraba un serafín todo abrasado de fuego en los frecuentes raptos que padecía, visitándole en ellos Jesucristo y la santísima Virgen, sino que todas sus oraciones eran unos éxtasis continuos. Su semblante estaba siempre inflamado con aquel divino fuego que le abrasaba día y noche; por eso le llamaban el serafín humano, y por eso se dió el nombre de seráfica a su sagrada religión. Pero lo que daba mayor relieve a su elevadísima virtud, era su profundísima humildad. No hubo en el mundo hombre puro más humilde que este gran santo.

 

 


En medio de tan extraordinarios favores del cielo, no creía hubiese en toda la tierra mayor pecador que él. Hallándose tan iluminado con aquellas divinas ilustraciones, con aquellas luces sobrenaturales que recibía en su intima comunicación con Dios, en fuerza dé las cuales había logrado aquel comprensivo conocimiento de la religión, que solo Dios puede comunicar a un alma querida y privilegiada, Francisco nunca salía de su primera simplicidad, y penetrado íntimamente de su nada, se tenía por más despreciable que el más vil gusano de la tierra. Nunca se pudo resolver a ordenarse de sacerdote, y por este mismo espíritu de humildad dió a su orden el nombre de la religión de los frailes menores. En fin, resplandecían tanto en todo el mundo las virtudes de san Francisco, era tan admirada su eminente santidad, que lo menos que asombraba á todos, tanto a los grandes como al pueblo, eran sus estupendos milagros. Por eso, nunca se dejaba ver en el pulpito, que no se deshiciese en lágrimas todo el auditorio, sin que hubiese sermón ni aun conversación particular á que no se siguiesen ruidosas y admirables conversiones.

 

 

 

Hallándose en Roma, donde consiguió que el cardenal Ilugolino fuese nombrado protector de la orden, quiso el papa oírle predicar. Fué muy brillante y muy autorizado el auditorio; pero mucho más maravilloso fué el fruto de su predicación : compungiéronse los cardenales, y el papa no pudo contener las lágrimas todo el tiempo que duró el sermón.

 

 

 

Mientras los hijos de san Francisco se iban extendiendo por todo el universo con tan inmenso fruto, inspiró Dios a santa Clara que se pusiese debajo de su dirección. Hizo con ella tan ventajosos progresos en el camino de la perfección, que, renunciando a los grandes bienes que poseía, á ejemplo de su santo director, fué fundadora de una de las más santas y más ilustres religiones de monjas que hay en la Iglesia de Dios. Dispúsoles san Francisco una regla conforme a su primer instituto, llamándose al principio las señoras pobres, y después las clarisas, o las religiosas de santa Clara.


 


 

 

También las vírgenes que siguieron con Clara y sus primeras compañeras las enseñanzas de Francisco habían quedado prendadas por la atracción de la penitencia. También Clara había asumido, ante el altar de Santa María La Enseña De La Santa Penitencia» (LCl 8). Más aún, Clara misma dice que «El altísimo Padre celestial se dignó con su gracia iluminar mi corazón, para que, con el ejemplo y enseñanza de nuestro beatísimo padre san Francisco, hiciese yo penitencia» (RCl 6). Después, en su seguimiento, otras vírgenes y viudas se recluyeron «a hacer penitencia en monasterios»

 

Francisco ofreció a las Damas Pobres una sencilla forma de vida, confiada sobre todo a la gracia y frescor de sus corazones virginales, que gustaban realzar con su fervor los impulsos de la fidelidad al ideal elegido. Más tarde, cuando también allí madurarán nuevos acontecimientos y explicables presiones urgirán que se garantice la continuidad de la vida emprendida, vendrá la Regla, redactada por la hermana Clara según el modelo de la dejada por Francisco.

 

Además de los hermanos y de las esposas de Cristo, recuerda san Buenaventura que «numerosas personas, inflamadas por el fuego de su predicación, se comprometían a las nuevas normas de penitencia, según la forma recibida del varón de Dios»

 


 

 

El siervo de Cristo determinó que dicho modo de vida se llamara Orden de Hermanos de la Penitencia. «Pues así como consta que para los que tienden al cielo no hay otro camino ordinario que el de la penitencia, se comprende cuán meritorio sea ante Dios este estado que admite en su seno a clérigos y seglares, a vírgenes y casados de ambos sexos»

 

 


 


San Francisco era un hombre muy humilde y por ello Dios lo enalteció. Él prefería la humildad a los honores y la pobreza a las grandezas de los ricos.

Un día el hermano Pacífico iba acompañando al santo y fue arrebatado en éxtasis. Vio en el cielo muchos tronos y entre ellos uno más relevante, adornado con piedras preciosas y todo resplandeciente de gloria. Admirado de tal esplendor, comenzó a averiguar con ansiosa curiosidad a quién correspondería ocupar dicho trono. En esto oyó una voz que le decía: “Este trono perteneció a uno de los ángeles caídos, y ahora está reservado para el humilde Francisco”.

Vuelto en sí de aquel éxtasis, siguió acompañando —como de costumbre— al santo, que había salido ya afuera. Prosiguieron el camino, hablando entre sí de cosas de Dios; y aquel hermano, que no estaba olvidado de la visión tenida, preguntó disimuladamente al santo qué es lo que pensaba de sí mismo. El humilde siervo de Cristo le hizo esta manifestación:

 

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 “Me considero como el mayor de los pecadores”. Y como el hermano le replicase que en buena conciencia no podía decir ni sentir tal cosa, añadió el santo:

 

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 “Si Cristo hubiera usado con el criminal más desalmado la misericordia que ha tenido conmigo, estoy seguro que éste le sería mucho más agradecido que yo”.

 

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Al escuchar una respuesta de tan admirable humildad, aquel hermano se confirmó en la verdad de la visión que se le había mostrado y comprendió lo que dice el santo Evangelio: que el verdadero humilde será enaltecido a una gloria sublime, de la que es arrojado el soberbio.


 

 


 


 

HERMANOS Y HERMANAS DE LA PENITENCIA

La Tercera Orden, llamada en sus orígenes Orden de los hermanos de la Penitencia.

SAN FRANCISCO DE ASÍS ES ÉL FUNDADOR DE LA TERCERA ORDEN

(Fundador de la primera Tercera Orden).

Desde hace siglos, muchas órdenes religiosas (monasterios, abadías, prioratos, conventos, institutos religiosos) que enriquecen el firmamento de la Iglesia cuentan con una Orden Primera (constituida por varones, sacerdotes o diaconos, monjes, que practican integralmente los consejos evangélicos), una Orden Segunda (compuesta por religiosas, monjas, de vida activa o contemplativa) y una Orden Tercera, abierta a los laicos (fieles, feligreses).

TERCIARIOS, TERCERA ORDEN:

(No son sacerdotes, ni monjas de claustro, monasterio)


«Fieles terciarios viviendo en el siglo (mundo), bajo la dirección de alguna Orden y conforme al espíritu de la misma, se esfuerzan por adquirir la perfección cristiana de una manera acomodada a la vida en el siglo, según las reglas para ellos aprobadas por la Sede Apostólica.



La Tercera Orden, llamada en sus orígenes Orden de los hermanos de la Penitencia nació del empeño de San Francisco de Asís por abrir nuevas rutas para los hombres y las mujeres que querían “HACER PENITENCIA” (vivir su conversión sincera, entregados a Cristo como modelo de vida) movidos por su predicación y ejemplo de vida (de San Francisco).











¡Dichosa penitencia que nos reconcilia con Dios, y extingue las llamas del infierno y del purgatorio! Repitamos con los penitentes de la primitiva Iglesia: Ahora sufro y me mortifico, a fin de reconciliarme con Dios a quien ofendí con mis pecados (Tertuliano).






 

Quien quisiere salvar su vida, la perderá; más quien perdiere su vida por amor de mí, la encontrará.

(Mateo 16, 25)

 

 







Aquél que odia su cuerpo en este mundo, conserva su alma para la vida eterna. Estas palabras de Nuestro Señor indican la necesidad que se nos impone de mortificarnos.

La ciudad de Babilonia, es decir, de los réprobos, comienza por el amor a sí mismo y termina por el odio a Dios, dice San Agustín.  La ciudad de Jerusalén, es decir, de los predestinados, comienza por el odio al cuerpo y termina por el amor a Dios.



 




 

El amor a Dios crecerá en ti en la misma proporción que el odio a tu cuerpo. Mide con este metro: para conocer en qué medida eres perfecto, considera en qué medida te mortificas.

Tu mortificación debe comenzar cortando por lo vivo todos los placeres y deseos que pudieran impedirte cumplir los mandamientos de Dios.  Corta todo lo que pueda impedirte cumplir con los deberes que te impone el estado de vida que hayas abrazado.

En fin, hay una mortificación que no es como la anterior, obligatoria, sino sólo de consejo; consiste en abstenerse aun de los placeres permitidos. Es la que practican las almas santas; ¿las imitas?



La mortificación será para ti cosa fácil, si consideras que ella te impide caer en muchas faltas. Además, eres pecador: debes, pues, hacer penitencia y mortificarte para disminuir, por compensación, lo que debes a la justicia de Dios en el purgatorio.





 

 

Ves la cruz, pero no conoces sus consuelos (San Bernardo).










La carne se rebela contra el espíritu; la virtud se fortifica a medida que el cuerpo se debilita. Tu mayor enemigo es tu cuerpo; no podrías tratarlo tan duramente como se merece.

Si los santos, después de haber castigado sus cuerpos por medio del ayuno, la disciplina y el cilicio*, experimentaron sin embargo las rebeliones de la carne, ¿qué será de ti que la tratas con tanta molicie?





 



 

Si tu salud no te permite ayunar, puedes, por lo menos, mortificar tus ojos y tu lengua; ello contribuirá grandemente a tu santificación, sin dañar en nada tu salud.



 

 




 ¡Cosa extraña! ¡los santos que son inocentes, hacen crueles penitencias, y nosotros que somos pecadores, no queremos hacerlas!

 

 





Que los enfermos busquen los remedios que emplean los sanos, y que viendo a los santos llorar sobre sus imperfecciones, lloren los pecadores sobre sus crímenes. (San Eusebio).





 

 

Eres cristiano: ¿concuerda acaso el vivir en el placer y adorar a un Dios crucificado? No temas los rigores de la mortificación; ella posee dulzuras escondidas que sólo pueden gustar los que la abrazan decididamente.







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