miércoles, 24 de diciembre de 2014

"EL NACIMIENTO DE JESÚS" REVELADO A MARÍA VALTORTA- ESTO HICE YO POR VOSOTRAS, NEGÁNDOME TODA SATISFACCIÓN, INCLUSO LAS SATISFACCIONES SANTAS: MARÍA SANTÍSIMA.




Mensajes de Dios al mundo a través de su profeta: Maria Valtorta

EL EVANGELIO
COMO ME HA SIDO
REVELADO

Revelado el 5 de junio de 1944.

Veo una vía de primer orden muy transitada. Jumentos que van cargados de todo tipo de cosas y de personas. Jumentos que regresan. La gente azuza a sus cabalgaduras. Otros, los que van a pie, caminan deprisa porque hace frío.
Hay un aire terso y seco, el cielo está sereno; todo tiene, no obstante, ese filo neto de los días de pleno invierno. El campo, desnudo, parece mas grande; está poco crecida y ya requemada por los vientos invernales la hierba de los pastos en que las ovejas buscan un poco de alimento, y también de sol, que está saliendo poco a poco.



 Están pegadas las unas a las otras, porque también ellas tienen frío; y balan, levantando el morro y mirando al Sol como diciendo: «¡Ven pronto, que hace frío!». El terreno es ondoso. Las sinuosidades se hacen cada vez más netas; es propiamente una
zona de colinas, con depresiones herbosas y laderas, con pequeños valles y cimas.
El camino pasa por el medio en dirección sudeste.
María va montada en un borriquillo pardo, toda arropada en su grueso manto. En la parte de adelante de la albardilla está ese arnés ya visto en el viaje hacia Hebrón; encima, el baulillo con las
cosas más necesarias.
José camina al lado llevando las riendas. De vez en cuando le pregunta a María si está cansada.
Ella le mira sonriendo y le responde que no; pero a la tercera vez añade: «Tú sí que estarás cansado, que vas a pie».
«¡Oh!, ¿yo? Para mí no es nada. Lo que pienso es que si hubiera encontrado otro asno podrías ir más cómoda y además llegaríamos antes. Pero, me ha sido imposible encontrarlo; ahora todos
necesitan una cabalgadura. ¡Ánimo de todas formas! Pronto llegaremos a Belén. Al otro lado de aquel monte está Efratá».
Ahora guardan silencio. La Virgen cuando calla parece recogerse internamente en oración. Sonríe dulcemente por un pensamiento suyo, y, cuando mira a la gente, parece como si no viera en ella lo
que es (un hombre, una mujer, un anciano, un pastor, un rico o un pobre), sino eso que sólo Ella ve.
«¿Tienes frío?» pregunta José, dado que empieza a levantarse viento.
«No, gracias».
Pero José no se fía. Le toca los pies, que penden por el lado del borriquillo, los pies calzados en las sandalias y que apenas si se ven sobresalir del largo vestido; debe sentirlos fríos porque menea la
cabeza y se quita una manta que llevaba en bandolera y arropa con ella las piernas de María, y se la extiende también sobre el regazo, de forma que sus manos, bajo la cobija y el manto, estén bien
calientes.
Encuentran a un pastor, que corta el camino con su rebaño, pasando de los pastos de la derecha a los de la izquierda. José se inclina hacia él para decirle algo. El pastor hace un gesto afirmativo.
José toma el borriquillo y tira de él detrás del rebaño hasta el prado. El pastor saca de una alforja una tosca escudilla, ordeña a una gruesa oveja de ubres llenas, da la escudilla a José y éste a su vez se la ofrece a María.
«¡Que Dios os bendiga a los dos! - dice María -. A ti, por tu amor; y a ti por tu bondad. Oraré por ti».
«¿Venís de lejos?».
«De Nazaret» responde José.
«¿Y vais hacia...?».
«A Belén».
«Largo viaje para esta mujer en este estado. ¿Es tu esposa?».
«Es mi esposa».
«¿Tenéis dónde ir?».
«No».
«¡Mala cosa! Belén está llena de gente llegada de todas partes para inscribirse o para ir a otro lugar.
No sé si encontraréis alojamiento. ¿Conoces bien este lugar?».
«No mucho».
«Bueno, pues... yo te digo... por Ella (y señala a María). Preguntad por la posada. Estará llena. Más que nada os lo digo como referencia. Está en una plaza, en la más grande. Se llega por este mismo camino, no hay pérdida posible. Delante hay una fuente. La posada es grande y baja y tiene un portal grande. Estará llena. De todas formas, si no encontráis nada en ella ni en las otras casas, id a la parte de atrás de la posada, hacia el campo. En el monte hay unos establos que algunas veces les sirven a los mercaderes que van a Jerusalén para meter a los animales que no tienen sitio en la
posada. Son establos - ya sabéis - que están en el monte; por tanto, húmedos, fríos y sin puerta. Pero son al menos un refugio; esta mujer.. no puede quedarse en la calle. Quizás allí encontráis un sitio... y heno para dormir y para el burro... ¡Y que Dios os acompañe!».
«¡Y que alegre tus días!» responde María. José en cambio dice: «La paz sea contigo».

Vuelven al camino. Salvan una prominencia del terreno desde la que se ve una depresión más vasta limitada por delicadas pendientes. En la cuenca y arriba y abajo por las laderas hay casas y más casas: es Belén.
«Estamos en la tierra de David, María. Ahora podrás descansar. Te veo muy cansada...».
«No. Estaba pensando... estoy pensado...». María le coge la mano a José y, sonriendo con beatitud, le dice: «Tengo la firme impresión de que ha llegado el momento».
«¡Dios de misericordia! ¿Qué hacemos?».
«No te preocupes, José. Permanece firme. ¿No ves lo tranquila que estoy yo?».
«Pero estás sufriendo mucho».
«¡Oh! ¡no! Estoy llena de gozo. Siento un júbilo tal, tan fuerte, tan hermoso, tan incontenible, que mi corazón late fortísimamente y me dice: "¡Va a nacer! ¡Va a nacer!". Lo dice en cada latido. Es mi Niño, que llama a mi corazón y me dice: "Mamá, estoy aquí, vengo a darte el beso de Dios".
¡Oh, qué alegría, José mío!».
José, sin embargo, no está jubiloso. Piensa más bien en la urgencia de encontrar un lugar donde ampararse, y acelera el paso. Puerta por puerta lo solicita... Nada. Todo lleno. Llegan a la posada...
Está llena, incluso con gente prácticamente al raso bajo el rústico pórtico que rodea el vasto patio interior.
José deja a María montada en su burrito, dentro del patio, y sale para buscar en las otras casas.
Vuelve desconsolado. No hay ningún sitio. El rápido crepúsculo invernal comienza a extender sus velos. José le suplica al posadero, suplica a los que han venido de fuera: ellos son hombres, y están
sanos; aquí hay una mujer que está para dar a luz a un hijo; que tengan piedad... Nada.
Un rico fariseo, que los está mirando con desprecio manifiesto, cuando María se acerca, se separa como si hubiera sido una leprosa la que se hubiera acercado. José le mira, y se le enciende de
indignación el rostro. María le pone una mano en su muñeca, para calmarle, y le dice: «No insistas.
Vamos. Dios proveerá».
Salen. Siguen el muro de la posada. Tuercen por una callejuela encajonada entre aquélla y unas casas pobres. Giran hacia la parte de atrás de la posada. Buscan. Hay una especie de grutas. Por lo
bajas que son y lo húmedas que están, diría que más que establos son bodegas. Las más lindas ya están ocupadas. José siente caérsele el alma a los pies.
«¡Eh! ¡Galileo!» le grita por detrás un viejo. «Allí, en el fondo, bajo aquellas ruinas, hay una guarida. Quizás todavía no se ha metido nadie».
Se apresuran hacia esa "guarida". Es realmente una guarida. Entre las ruinas de lo que sería un edificio, hay una abertura; dentro, una gruta, más que una gruta una cavidad excavada en el monte.

Diríase que son los cimientos de la antigua construcción, cuyos restos derrumbados, apuntalados con troncos de árbol casi sin desbastar, hacen de techo.
Para ver mejor, puesto que hay poquísima luz, José trae yesca y piedra de chispa, y enciende una lamparita que ha sacado del talego que lleva cruzado al pecho. Entra. Un mugido le saluda. «Ven,
María; está vacía, sólo hay un buey». José sonríe. «¡Mejor que nada...!».
María baja del burrito y entra.
José ha colgado la lamparita de un clavo que está hincado en uno de los troncos de sostén. Se ve la techumbre llena de telas de araña, y pajas esparcidas por todo el suelo (que es de tierra batida y su
superficie es completamente irregular; con hoyos, guijarros, detritos y excrementos). En la parte del fondo, un buey, con heno colgándole de la boca, se vuelve y mira con ojos tranquilos. Hay un tosco taburete y dos piedras en un ángulo ennegrecido - señal de que en ese lugar se enciende fuego - que está junto a una tronera.

María se acerca al buey. Tiene frío. Le pone las manos sobre el cuello para sentir su calorcillo. El buey muge; se deja. Parece como si hubiera comprendido. Se deja también cuando José le separa un
poco para coger abundante heno del pesebre para hacerle a María una yacija - el pesebre es doble: está el en que come el buey, y, encima, una especie de estante con heno de reserva; éste es el que
coge José. Y le hace sitio al burrito, que, cansado y hambriento, en seguida se pone a comer.

José encuentra también un cubo volcado y todo abollado. Sale - porque fuera había visto un regato - y vuelve con agua para el borriquillo. Luego se hace con un haz de ramajes que estaba en un rincón y trata de barrer un poco el suelo. Después extiende el heno, hace con él una yacija, junto al buey, en el ángulo más seco y resguardado; pero siente que este mísero heno está húmedo, y suspira.
Enciende el fuego y, con una paciencia de cartujo, lo seca a manojos cerca del calor.
María, sentada en el taburete, cansada, mira sonriente. Ya está. María se dispone mejor sobre el mullido heno, con los hombros apoyados en un tronco. José termina de... aparejar la estancia extendiendo su manto como si fuera una cortina en la apertura que hace de puerta. Una protección muy relativa. Luego le ofrece a la Virgen pan y queso, y le da a beber agua de un boto.
«Duerme ahora» le dice. «Yo velaré, para que la lumbre no se apague. Menos mal que hay leña.
Esperemos que dure y que arda. Así podré ahorrar aceite de la lámpara».
María se echa obedientemente. José, con la manta que tenía en los pies y con el manto de la misma María, la tapa.
«¿Y tú?... Vas a pasar frío».
«No, María. Estoy junto al fuego. Trata de descansar. Mañana irá mejor».
María cierra los ojos sin insistir más. José se pone en su rinconcillo, sentado en el taburete, con unas - pocas - ramillas secas al lado; no creo que duren mucho.
Están colocados así: María a la derecha, dando la espalda a la... puerta, semioculta por el tronco y por el cuerpo del buey, que está recostado ahora en la cama de paja; José a la izquierda y de cara a
la puerta, en diagonal por tanto; estando frente al fuego, da la espalda a María, pero, de vez en cuando, se vuelve a mirarla, y la ve tranquila, como si durmiera. Rompe lentamente sus ramitas, y
las va echando, una a una, en el débil fuego para que no se apague, para que dé luz, para que la poca leña dure.
La única luz, ora más viva, ora mortecina, es la del fuego; la lámpara está ya apagada; en la penumbra resalta sólo el blancor del buey y del rostro y manos de José.
Todo el resto es una masa que se confunde en la penumbra densa.

«No hay dictado» dice María. «La visión habla por sí sola. Tarea vuestra es entender la lección de caridad, humildad y pureza que de ella emana. Descansa. Velando, descansa, como yo velaba
esperando a Jesús. Vendrá a traerte su paz».



Revelado el 6 de junio de 1944.

Continúa mí visión del interior de este pobre refugio de piedra en que han encontrado amparo, unidos en la suerte a unos animales, María y José.

El fueguecillo se adormila junto con su guardián. María levanta lentamente la cabeza de su yacija y mira. Ve que José tiene la cabeza reclinada sobre el pecho como si estuviera meditando... será -piensa - que el cansancio ha sobrepujado su buena voluntad de permanecer despierto, y sonríe bondadosa; luego, con menos ruido del que puede hacer una mariposa posándose en una rosa, se
sienta, para después arrodillarse. Ora con una sonrisa beata en su rostro. Ora con los brazos extendidos casi en cruz, con las palmas hacia arriba y hacia adelante... y no parece cansarse de esa
posición molesta. Luego se postra con el rostro contra el heno, adentrándose aún más en su oración; y la oración es larga.

José sale bruscamente de su sueño; ve mortecino el fuego y casi oscuro el establo. Echa un puñado de tamujo muy fino. La llama vuelve a chispear. Y va añadiendo ramitas cada vez mas gruesas; en
efecto, el frío debe ser punzante, el frío de esa noche invernal, serena, que penetra por todas las partes de esas ruinas. El pobre José, estando como está cerca de la puerta - llamemos así a la
abertura a la que hace de cortina su manto -, debe estar congelado.


Acerca las manos a la llama, se quita las sandalias, acerca también los pies; así se calienta. Luego, cuando el fuego ha adquirido ya
viveza y su luz es segura, se vuelve; no ve nada, ni siquiera la blancura del velo de María que antes dibujaba una línea clara sobre el heno oscuro. Se pone en pie y se acerca despacio a la yacija.
«¿No duermes, María?» pregunta.
Lo pregunta tres veces, hasta que Ella torna en sí y responde: «Estoy orando».
«¿No necesitas nada?».
«No, José».
«Trata de dormir un poco, de descansar al menos».
«Lo intentaré, pero la oración no me cansa».
«Hasta luego, María».
«Hasta luego, José».
María vuelve a su posición de antes. José, para no ceder otra vez al sueño, se pone de rodillas junto al fuego, y ora. Ora con las manos unidas en el rostro; de vez en cuando las separa para alimentar el
fuego, y luego vuelve a su ferviente oración. Menos el ruido del crepitar de la leña y el del asno, que de tanto en tanto pega con una pezuña en el suelo, no se oye nada.

Un inicio de luna se insinúa a través de una grieta de la techumbre. Parece un filo de incorpórea plata que buscase a María. Se alarga a medida que la Luna va elevándose en el cielo y, por fin, la
alcanza. Ya está sobre la cabeza de la orante, nimbándosela de candor.
María levanta la cabeza como por una llamada celeste y se yergue hasta quedar de nuevo de rodillas. ¡Oh, qué hermoso es este momento! Ella levanta la cabeza, que parece resplandecer bajo la
luz blanca de la Luna, y una sonrisa no humana la transfigura. ¿Qué ve? ¿Qué oye? ¿Qué siente?
Sólo Ella podría decir lo que vio, oyó y sintió en la hora fúlgida de su Maternidad. Yo sólo veo que en torno a Ella la luz aumenta, aumenta, aumenta; parece descender del Cielo, parece provenir de
las pobres cosas que están a su alrededor, parece, sobre todo, que proviene de Ella.
Su vestido, azul oscuro, parece ahora de un delicado celeste de miosota; sus manos, su rostro, parecen volverse azulinas, como los de uno que estuviera puesto en el foco de un inmenso zafiro
pálido.
Este color, que me recuerda, a pesar de ser más tenue, el que veo en las visiones del santo Paraíso, y también el que vi en la visión de la venida de los Magos, se va extendiendo progresivamente sobre las cosas, y las viste, las purifica, las hace espléndidas.
El cuerpo de María despide cada vez más luz, absorbe la de la luna, parece como si Ella atrajera hacia sí la que le puede venir del Cielo.

Ahora ya es Ella la Depositaria de la Luz, la que debe dar esta Luz al mundo. Y esta beatífica, incontenible, inmensurable, eterna, divina Luz que de un momento a otro va a ser dada, se anuncia con una alba, un lucero de la mañana, un coro de átomos de luz que aumenta, aumenta como una marea, sube, sube como incienso, baja como una riada, se extiende como un velo...
La techumbre, llena de grietas, de telas de araña, de cascotes que sobresalen y están en equilibrio por un milagro de estática, esa techumbre negra, ahumada, repelente, parece la bóveda de una sala
regia. Los pedruscos son bloques de plata; las grietas, reflejos de ópalo; las telas de araña, preciosísimos baldaquinos engastados de plata y diamantes. Un voluminoso lagarto, aletargado entre dos bloques de piedra, parece un collar de esmeraldas olvidado allí por una reina; y un racimo de murciélagos en letargo, una lámpara de ónix de gran valor. Ya no es hierba el heno que cuelga del pesebre más alto, es una multitud de hilos de plata pura que oscilan temblorosos en el aire con la gracia de una cabellera suelta.
La madera oscura del pesebre de abajo parece un bloque de plata bruñida. Las paredes están recubiertas de un brocado en que el recamo perlino del relieve oculta el candor de la seda. Y el
suelo... ¿Qué es ahora el suelo? Es un cristal encendido por una luz blanca; los salientes parecen rosas de luz arrojadas al suelo como obsequio; los hoyos, cálices valiosos de cuyo interior
ascenderían aromas y perfumes.

La luz aumenta cada vez más. El ojo no la resiste. En ella desaparece, como absorbida por una cortina de incandescencia, la Virgen... y emerge la Madre.
Sí. Cuando mi vista de nuevo puede resistir la luz, veo a María con su Hijo recién nacido en los brazos. Es un Niñito rosado y regordete, que gesticula, con unas manitas del tamaño de un capullo
de rosa; que menea sus piececitos, tan pequeños que cabrían en el corazón de una rosa; que emite vagidos con su vocecita trémula, de corderito recién nacido, abriendo una boquita que parece una
menuda fresa de bosque, y mostrando una lengüecita temblorosa contra el rosado paladar; que menea su cabecita, tan rubia que parece casi desprovista de cabellos, una cabecita redonda que su
Mamá sostiene en la cavidad de una de sus manos, mirando a su Niño, adorándole, llorando y riendo al mismo tiempo... Y se corva para besarle, no en la inocente cabeza, sino en el centro del
pecho, sobre ese corazoncito que palpita, que palpita por nosotros... en donde un día se abrirá la Herida. Su Mamá se la está curando anticipadamente, con su beso inmaculado.
El buey se ha despertado por el resplandor, se levanta haciendo mucho ruido con las pezuñas, y muge. El asno vuelve la cabeza y rebuzna. Es la luz la que los saca del sueño, pero me seduce la
idea de pensar que hayan querido saludar a su Creador, por ellos mismos y por todos los animales.
Y José, que, casi en rapto, estaba orando tan intensamente que era ajeno a cuanto le rodeaba, también torna en sí, y por entre los dedos apretados contra el rostro ve filtrarse la extraña luz. Se
descubre el rostro, levanta la cabeza, se vuelve. El buey, que está en pie, oculta a María, pero Ella le llama: «José, ven».
José acude. Cuando ve, se detiene, como fulminado de reverencia, y está casi para caer de rodillas en ese mismo lugar; pero María insiste: «Ven, José» y, apoyando la mano izquierda en el heno y
teniendo con la derecha estrechado contra su corazón al Infante, se alza y se dirige hacia José, quien, por su parte, se mueve azarado por el contraste entre su deseo de ir y el temor a ser
irreverente.
Junto a la cama para el ganado los dos esposos se encuentran, y se miran llorando con beatitud.
«Ven, que ofrecemos a Jesús al Padre» dice María. José se pone de rodillas. Ella, erguida, entre dos troncos sustentantes, alza a su Criatura en sus brazos y dice: «Heme aquí - por El, ¡oh Dios!, te digo
esto -, heme aquí para hacer tu voluntad. Y con El yo, María, y José, mi esposo. He aquí a tus siervos, Señor, para hacer siempre, en todo momento y en todo lo que suceda, tu voluntad, para gloria tuya y por amor a ti».
Luego María se inclina hacia José y, ofreciéndole el Infante le dice: «Toma, José».
«¿Yo? ¿A mí? ¡Oh, no! ¡No soy digno!». José se siente profundamente turbado, anonadado ante la idea de deber tocar a Dios.
Pero María insiste sonriendo: «Bien digno eres de ello tú, y nadie lo es más que tú, y por eso el Altísimo te ha elegido. Toma, José, tenle mientras yo busco su ropita».
José, rojo como una púrpura, alarga los brazos y toma ese copito de carne que grita de frío; una vez que lo tiene entre sus brazos, no persiste en la intención de mantenerle separado de sí por respeto, sino que lo estrecha contra su corazón rompiendo a llorar fuertemente: «¡Oh! ¡Señor! ¡Dios mío!»;
y se inclina para besar los piececitos. Los siente fríos y entonces se sienta en el suelo y le recoge en su regazo, y con su indumento marrón y con las manos trata de cubrirle, calentarle, defenderle del
cierzo de la noche. Quisiera acercarse al fuego, pero allí se siente esa corriente de aire que entra por la puerta. Mejor quedarse donde está, o, mejor todavía, entre los dos animales, que hacen de escudo al aire y dan calor. Y se pone entre el buey y el asno dando la espalda a la puerta, con su cuerpo hacia el Recién Nacido para hacer de su pecho una hornacina, cuyas paredes laterales son: una
cabeza gris, con largas orejas; un hocico grande, blanco, con unos ojos húmedos buenos y un morro que exhala vapor.

María ha abierto el baulillo y ha sacado unos pañales y unas fajas, ha ido al fuego y las ha calentado. Ahora se acerca a José y envuelve al Niño en esos paños calentitos, y con su velo le
cubre la cabeza. «¿Dónde le ponemos ahora?» pregunta.
José mira alrededor, piensa... «Mira - dice -, corremos un poco más para acá a los dos animales y la paja, y bajamos ese heno de allí arriba y le ponemos a Él aquí dentro. La madera del borde le
resguardará del aire, el heno será su almohada, el buey con su aliento le calentará un poquito. Mejor el buey. Es más paciente y tranquilo». Y se pone manos a la obra mientras María acuna a su Niño estrechándole contra su corazón, con su carrillo sobre la cabecita para darle calor.
José reaviva el fuego, sin ahorrar leña, para hacer una buena hoguera, y se pone a calentar el heno, de forma que según lo va secando, para que no se enfríe, se lo va metiendo en el pecho; luego,
cuando ya tiene suficiente para un colchoncito para el Infante, va al pesebre y lo dispone como una cunita. «Ya está» dice. «Ahora sería necesaria una manta, porque el heno pica; y además para
taparle...».
«Coge mi manto» dice María.
«Vas a tener frío».
«¡Oh, no tiene importancia! La manta es demasiado áspera; el manto, sin embargo, es suave y caliente. Yo no tengo frío en absoluto. ¡Lo importante es que El no sufra más!».
José coge el amplio manto de suave lana azul oscura y lo dispone doblado encima de la paja, y deja un borde colgando fuera del pesebre. El primer lecho del Salvador está preparado.
Su Madre, con dulce paso ondeante, le lleva al pesebre, en él le coloca, y le tapa con la parte del manto que había quedado fuera y con ella arropa también la cabecita desnuda, que se hunde en el
heno, protegida apenas por el fino velo de María. Queda sólo destapada la carita, del tamaño de un
puño de hombre, y los Dos, inclinados hacia el pesebre, le miran con beatitud mientras duerme su primer sueño; en efecto, el calorcito de los paños y de la paja le ha calmado el llanto y le ha hecho
conciliar el sueño al dulce Jesús.

Dice María:

«Te había prometido que El vendría a traerte su paz. ¿Te acuerdas de la paz que tenías durante los días de Navidad, cuando me veías con mi Niño? Entonces era tu tiempo de paz, ahora es tu tiempo
de sufrimiento. Pero ya sabes que es en el sufrimiento donde se conquista la paz y toda gracia para nosotros y para el prójimo. Jesús-Hombre tornó a ser Jesús-Dios después del tremendo sufrimiento de la Pasión; tornó a ser Paz, Paz en el Cielo del que había venido y desde el cual, ahora, derrama su paz sobre aquellos que en el mundo le aman. Mas durante las horas de la Pasión, Él, Paz del mundo, fue privado de esta paz. No habría sufrido si la hubiera tenido, y debía sufrir, sufrir plenamente.

Yo, María, redimí a la mujer con mi Maternidad divina, mas se trataba sólo del comienzo de la redención de la mujer. Negándome, con el voto de virginidad, al desposorio humano, había rechazado toda satisfacción concupiscente, mereciendo gracia de parte de Dios. Pero no bastaba, porque el pecado de Eva era árbol de cuatro ramas: soberbia, avaricia, glotonería, lujuria. Y había que quebrar las cuatro antes de hacerle estéril en sus raíces.

Vencí la soberbia humillándome hasta el fondo.

Me humillé delante de todos. No hablo ahora de mi humildad respecto a Dios; ésta deben tributársela al Altísimo todas las criaturas. La tuvo su Verbo. Yo, mujer, debía también tenerla.
¿Has reflexionado, más bien, alguna vez, en qué tipo de humillaciones tuve que sufrir de parte de los hombres y sin defenderme en manera alguna? Incluso José, que era justo, me había acusado en su corazón. Los demás, que no eran justos, habían pecado de murmuración sobre mi estado, y el rumor de sus palabras había venido, como ola amarga, a estrellarse contra mi humanidad.
Y éstas fueron sólo las primeras de las infinitas humillaciones que mi vida de Madre de Jesús y del género humano me procuraron. Humillaciones de pobreza; la humillación de quien debe abandonar
su tierra; humillaciones a causa de las reprensiones de los familiares y de las amistades, que, desconociendo la verdad, juzgaban débil mi forma de ser madre respecto a mi Jesús, cuando
empezaba ya a ser un hombre; humillaciones durante los tres años de su ministerio; crueles humillaciones en el momento del Calvario; humillaciones hasta en el tener que reconocer que no tenía con qué comprar ni sitio ni perfumes para enterrar a mi Hijo.
Vencí la avaricia de los Progenitores renunciando con antelación a mi Hijo.
Una madre no renuncia nunca a su hijo, si no se ve obligada a ello. Ya sea la patria, o el amor de una esposa, o el mismo Dios quienes piden el hijo a su corazón, ella se resiste a la separación. Es natural que sea así. El hijo crece dentro de nosotras, y el vínculo de su persona con la nuestra jamás queda completamente roto. A pesar de que el conducto del vital ombligo haya sido cortado, siempre permanece un nervio que nace en el corazón de la madre (un nervio espiritual, más vivo y sensible que un nervio físico) y arraiga en el corazón del hijo, y que siente como si le estiraran hasta el límite de lo soportable, si el amor de Dios o de una criatura, o las exigencias de la patria alejan al hijo de la madre; y que se rompe, lacerando el corazon, si la muerte arranca un hijo a su madre.
Yo renuncié, desde el momento en que le tuve, a mi Hijo. A Dios se lo di, a vosotros os lo di. Me despojé del Fruto de mi vientre para dar reparación al hurto de Eva del fruto de Dios.
Vencí la glotonería, tanto de saber como de gozar, aceptando saber únicamente lo que Dios quería que supiera, sin preguntarme a mí misma, sin preguntarle a Él, más de cuanto se me dijera.
Creí sin indagar. Vencí la gula de gozar porque me negué todo deleite del sentido. Mi carne la puse bajo las plantas de mis pies. Puse la carne, instrumento de Satanás, y con ella al mismo Satanás,
bajo mi calcañar para hacerme así un escalón para acercarme al Cielo. ¡El Cielo!... Mi meta. Donde estaba Dios. Mi única hambre. Hambre que no es gula sino necesidad bendecida por Dios, por este
Dios que quiere que sintamos apetito de Él.

Vencí la lujuria, que es la gula llevada a la exacerbación. En efecto, todo vicio no refrenado conduce a un vicio mayor. Y la gula de Eva, ya de por sí digna de condena, la condujo a la lujuria;
efectivamente, no le bastó ya el satisfacerse sola sino que quiso portar su delito a una refinada intensidad; así conoció la lujuria y se hizo maestra de ella para su compañero. Yo invertí los términos y, en vez de descender, siempre subí; en vez de hacer bajar, atraí siempre hacia arriba; y de mi compañero, que era un hombre honesto, hice un ángel.

Es ese momento en que poseía a Dios, y con Él sus riquezas infinitas, me apresuré a despojarme de todo ello diciendo: "Que por Él se haga tu voluntad y que El la haga". Casto es aquel que controla
no sólo su carne, sino también los afectos y los pensamientos. Yo tenía que ser la Casta para anular a la Impúdica de la carne, del corazón y de la mente. Me mantuve comedida sin decir ni siquiera de mi Hijo, que en la tierra era sólo mío, como en el Cielo era solamente de Dios: "Es mío y para mí le quiero".

Y a pesar de todo no era suficiente para que la mujer pudiera poseer la paz que Eva había perdido. Esa paz os la procuré al pie de la Cruz, viendo morir a Aquel que tú has visto nacer. Y, cuando me sentí arrancar las entrañas ante el grito de mi Hijo, quedé vacía de toda feminídad de connotación humana: ya no carne sino ángel. María, la Virgen desposada con el Espíritu, murió en ese momento; quedó la Madre de la Gracia, la que os generó la Gracia desde su tormento y os la dio. La hembra, a la que había vuelto a consagrar mujer la noche de Navidad, a los pies de la Cruz conquistó los medios para venir a ser criatura del Cielo.
Esto hice yo por vosotras, negándome toda satisfacción, incluso las satisfacciones santas.
De vosotras, reducidas por Eva a hembras no superiores a las compañeras de los animales, he hecho -basta con que lo queráis - las santas de Dios. Por vosotras subí, y, como a José, os elevé. La roca del Calvario es mi Monte de los Olivos. Ése fue mi impulso para llevar al Cielo, santificada de nuevo, el alma de la mujer, junto con mi carne, glorificada por haber llevado al Verbo de Dios y anulado en mí hasta el último vestigio de Eva, la última raíz de aquel árbol de las cuatro ramas venenosas, aquel árbol que tenía hincada su raíz en el sentido y que había arrastrado a la caída a la humanidad,
y que hasta el final de los siglos y hasta la última mujer os morderá las entrañas. Desde allí, donde ahora resplandezco envuelta en el rayo del Amor, os llamo y os indico cuál es la Medicina para
venceros a vosotras mismas: la Gracia de mi Señor y la Sangre de mi Hijo.
Y tú, voz mía, haz descansar a tu alma con la luz de esta alborada de Jesús para tener fuerza en las futuras crucifixiones que no te van a ser evitadas, porque te queremos aquí, y aquí se viene a
través del dolor; porque te queremos aquí, y más alto se viene cuanto mayor ha sido la pena  sobrellevada para obtener Gracia para el mundo.
Ve en paz. Yo estoy contigo».




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