La Santísima Virgen muere sin dolor y sin temor, con inefable
deseo de ir a juntarse con su adorable Hijo.
El
amor divino es quien desprende su hermosa alma de su envoltura mortal.
Tú también morirás;
pero, ¿cómo morirás?
¿En el dolor y en el
temor?
Aprende de María a
vivir bien para morir bien.
Pídele la gracia de morir santamente.
Ella la concede a sus servidores; y cuando te halles en ese
terrible momento, dile con Justo Lipsio: Santa María, socorre a mi alma en
lucha con la eternidad.
La Santísima Virgen resucita algún tiempo después de su muerte;
ese cuerpo castísimo que había llevado a Jesucristo no debía sufrir la
corrupción del sepulcro.
¡Oh, Virgen Santísima, qué alegría me causa el favor que se os
ha acordado!
Cuerpo mío, tú también resucitarás un día; pero, ¿será para la
gloria o para los sufrimientos eternos? Lo ignoro, o más bien, sé que seré
predestinado si soy un servidor fiel de María.
Ningún servidor de María perece
eternamente
(San Bernardo).
¡Cuán admirable es el
triunfo de María!
Entra en el cielo con cuerpo y alma; los ángeles salen a su
encuentro; el Padre eterno la reconoce como Hija, Jesucristo como Madre, el
Espíritu Santo como Esposa.
Es elevada sobre los coros de los Ángeles y colocada en un trono
al lado de su Hijo.
Valor, ¡alma mía!, nada
hay que no puedas obtener por medio de la Madre de Dios.
Su poder es infinito y
su amor es igual a su poder.
¿Qué hice hasta ahora
para merecer su protección y sus favores?
Santa María ora pro
nobis
Fuente: Martirologio Romano
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