SAN FRANCISCO RENUNCIÓ AL MUNDO Y A
TODOS SUS BIENES MATERIALES, NO PORQUE PARA ÉL LOS POBRES FUERAN LO MÁS
IMPORTANTE, NO PORQUE QUISIERA SER POBRE, NO PORQUE QUISIERA ESTAR ENTRE LOS
POBRES, SINO PARA HACER PENITENCIA, PARA REPARAR SUS PECADOS Y PARA AYUDAR A
SALVAR A LOS PECADORES.
SAN FRANCISCO DE
ASÍS, PENITENTE. Retirado del mundo a los 25
años, después de una juventud disipada, San Francisco está enteramente
crucificado para el mundo.
Caballero y peregrino de la
penitencia… Sus últimas palabras, antes de morir: «El Señor me dio de esta
manera, a mí el hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia...» - - - El
Santo reafirma con energía en el Testamento su primera aspiración. - - - - Inculca
en los hermanos que se mantengan fieles a esta autenticidad. Si los hermanos no
fuesen recibidos en algún lugar, «márchense a otra tierra a hacer penitencia
con la bendición de Dios»
El gran patriarca san Francisco,
tan célebre en todo el universo por el brillante resplandor de sus virtudes,
admiración del mundo cristiano por el total desasimiento de los bienes de la
tierra, y uno de los mayores santos que venera la Iglesia en sus altares, fué
natural de la ciudad de Asís, en la provincia do Umbría. Vió la primera luz del
mundo el año de 1182, y nació en un humilde establo, donde cogieron á su madre
de repente los dolores del parto, y allí mismo le parió; queriendo el Señor que
el que había de hacer una vida tan parecida á la de Jesucristo , lo imitase
hasta en el lugar de su pobre nacimiento.
En 1182, Pietro Bernardone regresó
de un viaje a Francia para descubrir que su esposa había dado a luz a un hijo.
Pietro estaba furioso porque había hecho que su nuevo hijo fuera bautizado como
Giovanni en honor de Juan el Bautista. Por ello, Francisco le tendrá siempre
mucha devoción a san Juan Bautista. Lo último que Pietro quería es que su hijo
fuera un hombre de Dios: él deseaba que se criase como un hombre de negocios,
un comerciante de paños (telas finas) como él, y sobre todo quería un hijo que
compartiera su amor con Francia. Así que cambió el nombre de su hijo por
Francesco, lo que vendría a significar francés.
San Francisco disfrutó de una vida
fácil, muy rica al crecer con la riqueza de su padre y la permisividad de
aquellos tiempos. San Francisco era constantemente feliz, encantador y un líder
nato. Si era exigente, la gente lo excusaba. Si estaba enfermo, la gente lo
cuidaba. Si era tan soñador que le iba mal en el colegio, a nadie le importaba.
En muchos sentidos, era demasiado querido para su propio bien. Nadie trató de
controlarlo o enseñarle.
A medida que crecía, San Francisco
se convirtió en el líder de una multitud de jóvenes que pasaban sus noches en
fiestas salvajes. Tomás de Celano, su biógrafo, dijo: «En otros aspectos, un
joven exquisito, atrajo a sí mismo toda una comitiva de jóvenes adictos al mal
y acostumbrados al vicio». Francisco mismo dijo: «Viví en pecado» durante ese
tiempo.
San Francisco cumplió todas las
esperanzas de su padre, incluso se enamoró de Francia. Le encantaban las
canciones de Francia, el romance de Francia, y especialmente los trovadores
aventureros de Francia que deambulaban por Europa. Y a pesar de sus sueños, San
Francisco también era bueno en los negocios.
Su madre trataba de inculcarle la fe
cristiana, pero él no estaba muy interesado en ella y trataba de vivir como uno
más, al igual que su padre.
En su juventud se esforzaba en ser
el primero en pompas de vanagloria, en los juegos y en los caprichos, en
palabras jocosas y vanas, en las canciones y en los vestidos suaves y cómodos;
y, aunque era muy rico, no estaba tocado de avaricia, sino que era pródigo; no
era ávido de acumular dinero, sino manirroto; negociante cauto, pero muy fácil
dilapidador. Era con todo de trato muy humano, hábil y en extremo afable, bien
que para la desgracia suya. Porque eran muchos los que sobre todo por esto,
iban en pos de él, obrando el mal e incitando a la corrupción.
Francisco fue el hombre providencial
escogido por Dios para sostener a la Iglesia, pues como en la visión del Papa
Inocencio III, estaba a punto de derrumbarse y él la sostenía, arrimando la
espalda.
LA REGLA
Estando el bienaventurado Francisco
con el hermano León y el hermano Bonicio de Bolonia retirado en un monte (cerca
de Rieti) para componer la Regla (pues se había perdido la primera, escrita
bajo el dictado de Cristo), muchos de los ministros se reunieron en torno al
hermano Elías, vicario del bienaventurado Francisco, y le dijeron:
“Hemos oído que ese hermano Francisco
está componiendo una nueva Regla. Tememos que la haga tan dura, que no la
podamos observar. Queremos que vayas donde él y le digas que nosotros no
queremos obligarnos a esa Regla.
¡QUE LA COMPONGA PARA ÉL, NO PARA
NOSOTROS!”.
El hermano Elías les respondió que
no quería ir, porque temía la reprensión del hermano Francisco. Como ellos
insistían en que fuese, les contestó que en todo caso iría, si ellos le
acompañaban. Partieron, pues, todos juntos.
Cuando el hermano Elías, acompañado
de los mencionados ministros, llegó al lugar en que se encontraba el
bienaventurado Francisco, le llamó. Este respondió al ver a los ministros:
“¿Qué desean estos hermanos?”.
Replicó el hermano Elías:
“Son ministros que, habiendo oído
que estás componiendo una nueva Regla, y, temerosos de que la hagas demasiado
estrecha, dicen y reafirman que no quieren obligarse a ella; que la hagas para
ti, no para ellos”..
Entonces, el bienaventurado
Francisco levantó su rostro hacia el cielo y le habló así a Cristo: “Señor, ¿no
dije bien que no te creerían?”. Y se escuchó en lo alto la voz de Cristo, que
respondía:
“Francisco, nada hay en la Regla que
proceda de ti; todo lo que ella contiene viene de mí.
Quiero que esta Regla sea observada a la letra, a la letra, a la letra; sin glosa, sin glosa, sin glosa”.
Y
añadió la voz: “Sé lo que puede la debilidad humana y lo que yo quiero ayudarles. Los que no quieren observarla, que se salgan de la Orden”.
El bienaventurado Francisco se
volvió a aquellos hermanos y les dijo. “¿Habéis oído? ¿Habéis oído? ¿Queréis
que consiga que se os repita?”. Los ministros se retiraron confusos y
reconociendo su culpa.
Ningún fundador de Orden religiosa
había fundado su Regla sobre el Evangelio ni había obligado a sus discípulos a
guardar el Evangelio en el más estricto sentido. Para él observar el Evangelio
no significaba otra cosa que poner
a Cristo por centro de su vida. En
la Regla primera, aprobada por el Papa Inocencio, se dice: Para que
siendo nosotros siempre súbditos y
sujetos a los pies de esta santa romana Iglesia, guardemos la pobreza y
humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo.
San Francisco fue siempre obediente
a la Iglesia. No puede encontrarse ningún pasaje de su Regla o de sus escritos
que hable en contra de esta armonía entre Francisco y la Iglesia.
Tenía mucha compasión de los
enfermos y mucha solicitud por las necesidades de ellos. Si la caridad de los
seglares le enviaba alguna vez manjares selectos, aun necesitándolos él sobre
todos, los daba a los demás enfermos. Hacía suyos los sufrimientos de todos los
enfermos y les dirigía palabras de compasión, cuando no podía prestarles otra
ayuda. En días de ayuno comía también él, para que los enfermos no se
avergonzaran de comer, y no tenía reparo en pedir carne por lugares públicos de
la ciudad para el hermano enfermo… Enterado un día de las ganas de comer uvas
que tenía un enfermo, lo llevó a la viña y sentándose bajo una vid, comenzó a
comerlas para animar al enfermo a que las comiera.
Era muy humano y alegre. A pesar de exigir la pobreza más absoluta y no tener nada propio, ni siquiera cosas comunes o casas, fue siempre muy prudente y caritativo, evitando excesos.
Cuando había faltas graves, se imponía al hermano el abandono de la Orden.
San Francisco seguía la norma de Jesús a sus discípulos: Comed lo que
os pongan (Lc 10, 8).
En la Regla puso la norma de que el
saludo al ir a una casa fuera: La paz sea con esta casa.
.
El Señor le reveló el saludo que
debían emplear los hermanos, como hizo consignar en su testamento:
El Señor me reveló
que para saludar debía decir:
“El Señor te dé la paz”.
En los comienzos de la Religión,
yendo de viaje el bienaventurado Francisco con un hermano que fue uno de los
doce primeros, éste saludaba a los hombres y mujeres que se le cruzaban en el
camino y a los que trabajaban en el campo diciéndoles: “El Señor os dé la paz”.
Las gentes quedaban asombradas, pues
nunca habían escuchado un saludo parecido de labios de ningún religioso. Y
hasta algunos, un tanto molestos preguntaban: “¿Qué significa esta manera de
saludar?”. El hermano comenzó a avergonzarse y dijo al bienaventurado
Francisco: “Hermano, permíteme emplear otro saludo”.
Pero el bienaventurado Francisco le
respondió: “Déjales hablar así; ellos no captan el sentido de las cosas de
Dios. No te avergüences, hermano, pues te aseguro que hasta los nobles y
príncipes de este mundo ofrecerán sus respetos a ti y a los otros hermanos por
este modo de saludar”. Y añadió: “¿No es maravilloso que el Señor haya querido
tener un pequeño pueblo, entre los muchos que le han precedido, que se contente
con poseerle a Él solo, Altísimo y glorioso?”
SAN FRANCISCO DE ASÍS, PENITENTE
Patrono de Asís, Italia; Acción Católica; personas en trance de muerte; penitentes; ermitaños; familias; comerciantes; paz; animales; naturaleza. Protector contra el fuego. Se lo invoca para no morir en soledad.
n. 1181 en Asís, Italia;
El Serafín de Asís murió el 3 de octubre de 1226, a la edad de 44 años en la Porciúncula, Italia
Se ha hablado mucho del espíritu
caballeresco que animaba al Santo; él mismo presentará gustoso su ideal bajo
esta luz a lo largo de toda su vida. No se olvide, con todo, que la «cruzada»
y, en general, el ponerse al servicio de los intereses de la religión cristiana
tenía en la época un claro contenido penitencial. Las incomodidades de la
milicia sustituían, según una acreditada y extendida opinión, los austeros
ejercicios penitenciales de otro tiempo. Por su parte, los papas habían
prometido repetidas veces el reino celestial a quien se sometía a los riesgos
de la guerra en favor de la iglesia (C. Vogel).
Por lo demás, del hecho que el joven
caballero, apenas recibida la investidura, entregase «todos los vestidos
elegantes y costosos que recientemente se había hecho... aquel mismo día a un
caballero pobre»
Desvanecida en Espoleto su aventura
caballeresca, el joven continuaba su ansiosa búsqueda de lo que el Señor quería
de él. La necesidad de liberación y de transformación interior le brindó otra
posibilidad: ir en peregrinación. Otra forma típica de penitencia y expiación.
.
«Deseaba estar en alguna ciudad donde, pasando por desconocido pudiera despojarse de sus ropas para vestirse de préstamo con las de algún pobre y probar lo que era pedir limosna por el amor de Dios» (TC 10). No se debía pues a una determinación devocional sino a un profundo deseo de humillación y de pobreza, que era justamente el fin de la «peregrinación penitencial».
Con este ánimo emprendió Francisco
su primera peregrinación a la tumba de los Apóstoles en Roma. En la basílica de
San Pedro realizó el gesto de vaciar ruidosamente todo el dinero que llevaba en
su faltriquera sobre el pavimento de la Confesión. Después, «saliendo fuera de
las puertas de la iglesia, donde había muchos pobres pidiendo limosna, recibió
de prestado y secretamente los andrajos de un hombre pobrecillo, y, quitándose
sus vestidos, se vistió los de aquel; y se quedó en la escalinata de la iglesia
con otros pobres, pidiendo limosna en francés» (TC 10).
Esta fue una experiencia momentánea,
de acuerdo. Pero también ella ofrece todas las connotaciones de un itinerario
penitencial que el joven vivía en espera de que Dios le revelase finalmente su
voluntad.
Vendrá la voz del Crucifijo de San
Damián y dará a su experiencia el sello definitivo de una «penitencia»
proclamada en público y aceptada por Dios a través de su representante. A
continuación, la escucha de la palabra del evangelio arrojará nueva luz sobre
el camino que Francisco estaba llamado a recorrer con denuedo.
UNA ELECCIÓN: HACER
PENITENCIA.
«¿Acaso, No buscó refugiarse en la cruz al escoger el hábito de
penitencia, que reproduce la forma de la
cruz?» (El hábito de San Francisco tiene la forma de la Cruz Tau). Celano.
San Francisco habló a sus compañeros en los siguientes términos:
«Consideremos, hermanos
queridos, nuestra vocación, a la cual por su misericordia nos ha llamado el
Señor, no tanto por nuestra salvación cuanto por la salvación de muchos otros,
a fin de que vayamos por el mundo exhortando a los hombres más con el ejemplo
que con las palabras, para moverlos a hacer penitencia de sus pecados y para
que recuerden los mandamientos de Dios»
LOS PENITENTES DE ASÍS
.
Algunos, no contentos con oirle, le
quisieron imitar, dejando todo cuanto tenían, se pusieron bajo su dirección y
gobierno. El primero fué un ciudadano de Asís, llamado Bernardo de Quintabal;
el segundo, un canónigo de la misma catedral, por nombre Pedro de Catania; y el
tercero fué el beato fray Gil a quien el santo escogió por compañero.
Luego que se vió Francisco con estos
tres discípulos, determinó formar de ellos una como congregación para ir por
todas partes predicando penitencia. Creció a siete el número de sus compañeros,
y en breve tiempo llegó al número de doce. Entonces, tomada la bendición, y
recibida la misión del obispo, se esparcieron por todas partes aquellos nuevos
apóstoles predicando penitencia. La gente los llamaba los penitentes de Asís, y
no eran conocidos por otro nombre; pero á vista de las portentosas conversiones
que hicieron, los veneraron como a hombres extraordinarios enviados por Dios
para reformar las costumbres de todo el mundo cristiano, y para mudar el
semblante de todo el universo, tanto con la eficacia de sus palabras, como con
la virtud de sus asombrosos ejemplos.
Este fue el nacimiento de aquella
religiosísima familia, tan célebre en toda la redondez de la tierra por la
evangélica perfección de su instituto, por un infinito número de doctores, de
mártires y de santos, una de las más nobles y más preciosas porciones del
rebaño de Jesucristo, que por el largo espacio de más de quinientos años es la
admiración de todo el universo, objeto tierno de la veneración del público, y
uno de los más brillantes ornamentos de la Iglesia.
Esta seráfica orden, cuya santidad
respetan todas las naciones, ha dado a la silla apostólica cuatro grandes pontífices,
Nicolao IV, Alejandro V, Sixto IV y Sixto V; un prodigioso número de obispos,
arzobispos, patriarcas y cardenales, con tanta multitud de ejemplares
religiosos, que, aun viviendo el santo fundador, se contaban más de seis mil.
Viendo san Francisco que cada día
iba creciendo más y más el número de sus discípulos, compuso una regla, que, en
términos muy sencillos, contenía los mismos preceptos que Ies había dado, y
quiso que sus hijos la guardasen como segunda ley después del Evangelio. El
obispo de Asís, con quien el santo consultaba todas sus cosas, era de parecer
que se reservase algunas rentas para proveer a la subsistencia de los frailes;
pero san Francisco se mantuvo firme en su dictamen, y no quiso absolutamente
que tuviesen otras rentas que las de la divina Providencia y caridad de los
fieles.
Era ya preciso que se confirmase el
nuevo instituto, y a este fin partió a Roma nuestro santo; pero el papa
Inocencio III no quiso ni aun siquiera que le hablasen del asunto, tratando de
iluso y de visionario al santo patriarca. No se desalentó Francisco por este
mal recibimiento; antes se retiró con humildad, y recurrió a la oración.
Aquella noche tuvo el papa un sueño en que le pareció que nacía a sus mismos pies
una pequeña palma, la que en breve tiempo crecía hasta ser un árbol robusto y
corpulento, notando también que aquel pobre a quien había despedido con tanto
sacudimiento, sostenía con sus espaldas la iglesia de San Juan de Letrán, que,
desnivelada ya, venia con lastimoso estrago a dar en tierra. Luego que
despertó, mandó buscar a Francisco, y apenas le oyó hablar cuando reconoció
entre aquel aire de humilde sencillez uno de los mayores santos de la Iglesia.
Abrazóle , animóle á llevar adelante su empresa ; aprobó la regla de viva voz;
y ordenándole primero de diácono, le declaró después por ministro general.
Colmado san Francisco de favores y de bendiciones del sumo pontífice, salió de Roma con sus doce compañeros, determinados todos ¿morir a sí mismos, y vivir únicamente con la vida de Jesucristo. Habiendo llegado al valle de Espoleto, consultaron entre si, si sería más seguro para ellos quedarse en aquella soledad para no tener más trato que con Dios. Pero en una fervorosa oración que tuvo nuestro santo, le dió el Señor á entender que los había escogido para trabajar en la salvación de las almas, PREDICANDO PENITENCIA EN TODAS PARTES, ASI CON SUS EJEMPLOS COMO CON SUS SERMONES. Enterados ya de la voluntad de Dios, se restituyeron a la iglesia de la Porciúncula, que les había cedido la religiosa generosidad de los PP. Benedictinos.
Al principio construyó Francisco
algunas pocas celdillas; pero en breve tiempo concurrieron de todas partes
tanto número de pretendientes a serlo en el de sus hijos, que fué menester
fabricar muchos conventos. Clamaron por ellos Cortona, Arezzo, Vergoreta, Pisa,
Bolonia, Florencia y otras muchas ciudades; de manera que en menos de tres años
se contaban más de sesenta conventos. No fué el menor de los milagros de san
Francisco esta propagación tan prodigiosa y tan pronta de su religiosa familia;
pero uno de los mayores milagros que se han visto en la Iglesia de Dios fué la
misma vida de este portentoso santo.
Ninguno de cuantos se veneran en los
altares le hizo ventajas en la mortificación. Era continuo su ayuno, sin que
jamás se dispensase en él por sus excesivos trabajos. Casi nunca comía cosa
cocida , y siempre negó a sus sentidos todo aquello que los podia halagar. Si
en lo que le daban de limosna encontraba algún gusto particular, por mínimo que
fuese, que le sonjease el apetito, luego lo sazonaba con ceniza. Trataba á su
cuerpo con tanto rigor y con tanto desprecio, que le llamaba el jumento; y por
su gusto solo se había de sustentar con cardos silvestres. Su cama ordinaria
era la desnuda tierra, y una dura piedra por almohada. Su hábito en todos
tiempos era una sola túnica, sin acercarse nunca a la lumbre en lo más riguroso
del invierno, supliendo la falta del fuego material el del divino amor que le
abrasaba; pareciéndole que no le podía reconocer Jesucristo por discípulo suyo
si no crucificaba su carne y la maceraba con extraordinario rigor.
Siendo muy blando y muy compasivo
con sus hijos, solo era severo consigo; ni en su celo se advirtió jamás el
menor asomo de amargura. Después de haber empleado el dia en predicar, en servir
a los enfermos, y en todo género de obras de misericordia y ejercicios de
caridad, pasaba la mayor parte de la noche a los pies de un crucifijo, o
delante del Santísimo Sacramento, deshaciéndose en lágrimas. No solo se
mostraba un serafín todo abrasado de fuego en los frecuentes raptos que
padecía, visitándole en ellos Jesucristo y la santísima Virgen, sino que todas
sus oraciones eran unos éxtasis continuos. Su semblante estaba siempre
inflamado con aquel divino fuego que le abrasaba día y noche; por eso le
llamaban el serafín humano, y por eso se dió el nombre de seráfica a su sagrada
religión. Pero lo que daba mayor relieve a su elevadísima virtud, era su profundísima
humildad. No hubo en el mundo hombre puro más humilde que este gran santo.
En medio de tan extraordinarios
favores del cielo, no creía hubiese en toda la tierra mayor pecador que él.
Hallándose tan iluminado con aquellas divinas ilustraciones, con aquellas luces
sobrenaturales que recibía en su intima comunicación con Dios, en fuerza dé las
cuales había logrado aquel comprensivo conocimiento de la religión, que solo
Dios puede comunicar a un alma querida y privilegiada, Francisco nunca salía de
su primera simplicidad, y penetrado íntimamente de su nada, se tenía por más
despreciable que el más vil gusano de la tierra. Nunca se pudo resolver a ordenarse
de sacerdote, y por este mismo espíritu de humildad dió a su orden el nombre de
la religión de los frailes menores. En fin, resplandecían
tanto en todo el mundo las virtudes de san Francisco, era tan admirada su
eminente santidad, que lo menos que asombraba á todos, tanto a los grandes como
al pueblo, eran sus estupendos milagros. Por eso, nunca se dejaba ver en el
pulpito, que no se deshiciese en lágrimas todo el auditorio, sin que hubiese
sermón ni aun conversación particular á que no se siguiesen ruidosas y
admirables conversiones.
Hallándose en Roma, donde consiguió
que el cardenal Ilugolino fuese nombrado protector de la orden, quiso el papa oírle
predicar. Fué muy brillante y muy autorizado el auditorio; pero mucho más
maravilloso fué el fruto de su predicación : compungiéronse los cardenales, y
el papa no pudo contener las lágrimas todo el tiempo que duró el sermón.
Mientras los hijos de san Francisco
se iban extendiendo por todo el universo con tan inmenso fruto, inspiró Dios a
santa Clara que se pusiese debajo de su dirección. Hizo con ella tan ventajosos
progresos en el camino de la perfección, que, renunciando a los grandes bienes
que poseía, á ejemplo de su santo director, fué fundadora de una de las más
santas y más ilustres religiones de monjas que hay en la Iglesia de Dios.
Dispúsoles san Francisco una regla conforme a su primer instituto, llamándose
al principio las señoras pobres, y después las clarisas, o las religiosas de
santa Clara.
También las vírgenes que siguieron con Clara y sus primeras compañeras las enseñanzas de Francisco habían quedado prendadas por la atracción de la penitencia. También Clara había asumido, ante el altar de Santa María La Enseña De La Santa Penitencia» (LCl 8). Más aún, Clara misma dice que «El altísimo Padre celestial se dignó con su gracia iluminar mi corazón, para que, con el ejemplo y enseñanza de nuestro beatísimo padre san Francisco, hiciese yo penitencia» (RCl 6). Después, en su seguimiento, otras vírgenes y viudas se recluyeron «a hacer penitencia en monasterios»
Francisco ofreció a las Damas Pobres
una sencilla forma de vida, confiada sobre todo a la gracia y frescor de sus
corazones virginales, que gustaban realzar con su fervor los impulsos de la
fidelidad al ideal elegido. Más tarde, cuando también allí madurarán nuevos
acontecimientos y explicables presiones urgirán que se garantice la continuidad
de la vida emprendida, vendrá la Regla, redactada por la hermana Clara según el
modelo de la dejada por Francisco.
Además de los hermanos y de las
esposas de Cristo, recuerda san Buenaventura que «numerosas personas,
inflamadas por el fuego de su predicación, se comprometían a las nuevas normas
de penitencia, según la forma recibida del varón de Dios»
El siervo de Cristo determinó que
dicho modo de vida se llamara Orden de Hermanos de la Penitencia. «Pues así
como consta que para los que tienden al cielo no hay otro camino ordinario que
el de la penitencia, se comprende cuán meritorio sea ante Dios este estado que
admite en su seno a clérigos y seglares, a vírgenes y casados de ambos sexos»
San Francisco era un hombre muy
humilde y por ello Dios lo enalteció. Él prefería la humildad a los honores y
la pobreza a las grandezas de los ricos.
Un día el hermano Pacífico iba
acompañando al santo y fue arrebatado en éxtasis. Vio en el cielo muchos tronos
y entre ellos uno más relevante, adornado con piedras preciosas y todo
resplandeciente de gloria. Admirado de tal esplendor, comenzó a averiguar con
ansiosa curiosidad a quién correspondería ocupar dicho trono. En esto oyó una
voz que le decía: “Este trono perteneció a uno de los ángeles caídos, y ahora está
reservado para el humilde Francisco”.
Vuelto en sí de aquel éxtasis,
siguió acompañando —como de costumbre— al santo, que había salido ya afuera.
Prosiguieron el camino, hablando entre sí de cosas de Dios; y aquel hermano,
que no estaba olvidado de la visión tenida, preguntó disimuladamente al santo
qué es lo que pensaba de sí mismo. El humilde siervo de Cristo le hizo esta
manifestación:
.
“Me considero como el mayor de los pecadores”.
Y como el hermano le replicase que en buena conciencia no podía decir ni sentir
tal cosa, añadió el santo:
.
“Si Cristo hubiera usado con el criminal más
desalmado la misericordia que ha tenido conmigo, estoy seguro que éste le sería
mucho más agradecido que yo”.
.
Al escuchar una respuesta de tan
admirable humildad, aquel hermano se confirmó en la verdad de la visión que se
le había mostrado y comprendió lo que dice el santo Evangelio: que el verdadero
humilde será enaltecido a una gloria sublime, de la que es arrojado el soberbio.
HERMANOS Y HERMANAS DE LA PENITENCIA
La Tercera Orden, llamada en sus
orígenes Orden de los hermanos de la Penitencia.
SAN FRANCISCO DE ASÍS ES ÉL FUNDADOR
DE LA TERCERA ORDEN
(Fundador de la primera Tercera
Orden).
Desde hace siglos, muchas órdenes
religiosas (monasterios, abadías, prioratos, conventos, institutos religiosos)
que enriquecen el firmamento de la Iglesia cuentan con una Orden Primera
(constituida por varones, sacerdotes o diaconos, monjes, que practican
integralmente los consejos evangélicos), una Orden Segunda (compuesta por
religiosas, monjas, de vida activa o contemplativa) y una Orden Tercera,
abierta a los laicos (fieles, feligreses).
TERCIARIOS, TERCERA ORDEN:
(No son sacerdotes, ni monjas de
claustro, monasterio)
«Fieles terciarios viviendo en el
siglo (mundo), bajo la dirección de alguna Orden y conforme al espíritu de la
misma, se esfuerzan por adquirir la perfección cristiana de una manera
acomodada a la vida en el siglo, según las reglas para ellos aprobadas por la
Sede Apostólica.
La Tercera Orden, llamada en sus
orígenes Orden de los hermanos de la Penitencia nació del empeño de San
Francisco de Asís por abrir nuevas rutas para los hombres y las mujeres que
querían “HACER PENITENCIA” (vivir su conversión sincera, entregados a Cristo
como modelo de vida) movidos por su predicación y ejemplo de vida (de San
Francisco).
¡Dichosa penitencia que nos
reconcilia con Dios, y extingue las llamas del infierno y del purgatorio!
Repitamos con los penitentes de la primitiva Iglesia: Ahora sufro y me
mortifico, a fin de reconciliarme con Dios a quien ofendí con mis pecados
(Tertuliano).
✨Quien quisiere salvar su vida, la
perderá; más quien perdiere su vida por amor de mí, la encontrará.
(Mateo 16, 25)✨
Aquél que odia su cuerpo en este
mundo, conserva su alma para la vida eterna. Estas palabras de Nuestro Señor
indican la necesidad que se nos impone de mortificarnos.
La ciudad de Babilonia, es decir, de
los réprobos, comienza por el amor a sí mismo y termina por el odio a Dios,
dice San Agustín. La ciudad de
Jerusalén, es decir, de los predestinados, comienza por el odio al cuerpo y
termina por el amor a Dios.
El amor a Dios crecerá en ti en la
misma proporción que el odio a tu cuerpo. Mide con este metro: para conocer en
qué medida eres perfecto, considera en qué medida te mortificas.
Tu mortificación debe comenzar
cortando por lo vivo todos los placeres y deseos que pudieran impedirte cumplir
los mandamientos de Dios. Corta todo lo
que pueda impedirte cumplir con los deberes que te impone el estado de vida que
hayas abrazado.
En fin, hay una mortificación que no
es como la anterior, obligatoria, sino sólo de consejo; consiste en abstenerse
aun de los placeres permitidos. Es la que practican las almas santas; ¿las
imitas?
La mortificación será para ti cosa
fácil, si consideras que ella te impide caer en muchas faltas. Además, eres
pecador: debes, pues, hacer penitencia y mortificarte para disminuir, por
compensación, lo que debes a la justicia de Dios en el purgatorio.
Ves la cruz, pero no conoces sus
consuelos (San Bernardo).
La carne se rebela contra el
espíritu; la virtud se fortifica a medida que el cuerpo se debilita. Tu mayor
enemigo es tu cuerpo; no podrías tratarlo tan duramente como se merece.
Si los santos, después de haber
castigado sus cuerpos por medio del ayuno, la disciplina y el cilicio*,
experimentaron sin embargo las rebeliones de la carne, ¿qué será de ti que la
tratas con tanta molicie?
Si tu salud no te permite ayunar,
puedes, por lo menos, mortificar tus ojos y tu lengua; ello contribuirá
grandemente a tu santificación, sin dañar en nada tu salud.
¡Cosa extraña! ¡los santos que son inocentes,
hacen crueles penitencias, y nosotros que somos pecadores, no queremos
hacerlas!
Que los enfermos busquen los
remedios que emplean los sanos, y que viendo a los santos llorar sobre sus
imperfecciones, lloren los pecadores sobre sus crímenes. (San Eusebio).
Eres cristiano: ¿concuerda acaso el
vivir en el placer y adorar a un Dios crucificado? No temas los rigores de la
mortificación; ella posee dulzuras escondidas que sólo pueden gustar los que la
abrazan decididamente.
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