Mensajes de Dios al
mundo a través de su profeta: Maria Valtorta
EL EVANGELIO
COMO ME HA SIDO
REVELADO
Revelado el 5 de junio de 1944.
Veo una vía de primer orden
muy transitada. Jumentos que van cargados de todo tipo de cosas y de personas.
Jumentos que regresan. La gente azuza a sus cabalgaduras. Otros, los que van a
pie, caminan deprisa porque hace frío.
Hay un aire terso y seco, el
cielo está sereno; todo tiene, no obstante, ese filo neto de los días de pleno
invierno. El campo, desnudo, parece mas grande; está poco crecida y ya
requemada por los vientos invernales la hierba de los pastos en que las ovejas
buscan un poco de alimento, y también de sol, que está saliendo poco a poco.
Están pegadas las unas a las otras, porque también ellas tienen frío; y balan,
levantando el morro y mirando al Sol como diciendo: «¡Ven pronto, que hace frío!».
El terreno es ondoso. Las sinuosidades se hacen cada vez más netas; es
propiamente una
zona de colinas, con
depresiones herbosas y laderas, con pequeños valles y cimas.
El camino pasa por el medio
en dirección sudeste.
María va montada en un
borriquillo pardo, toda arropada en su grueso manto. En la parte de adelante de
la albardilla está ese arnés ya visto en el viaje hacia Hebrón; encima, el baulillo
con las
cosas más necesarias.
José camina al lado llevando
las riendas. De vez en cuando le pregunta a María si está cansada.
Ella le mira sonriendo y le
responde que no; pero a la tercera vez añade: «Tú sí que estarás cansado, que
vas a pie».
«¡Oh!, ¿yo? Para mí no es
nada. Lo que pienso es que si hubiera encontrado otro asno podrías ir más
cómoda y además llegaríamos antes. Pero, me ha sido imposible encontrarlo;
ahora todos
necesitan una cabalgadura.
¡Ánimo de todas formas! Pronto llegaremos a Belén. Al otro lado de aquel monte
está Efratá».
Ahora guardan silencio. La
Virgen cuando calla parece recogerse internamente en oración. Sonríe dulcemente
por un pensamiento suyo, y, cuando mira a la gente, parece como si no viera en
ella lo
que es (un hombre, una mujer,
un anciano, un pastor, un rico o un pobre), sino eso que sólo Ella ve.
«¿Tienes frío?» pregunta
José, dado que empieza a levantarse viento.
«No, gracias».
Pero José no se fía. Le toca
los pies, que penden por el lado del borriquillo, los pies calzados en las sandalias
y que apenas si se ven sobresalir del largo vestido; debe sentirlos fríos
porque menea la
cabeza y se quita una manta
que llevaba en bandolera y arropa con ella las piernas de María, y se la extiende
también sobre el regazo, de forma que sus manos, bajo la cobija y el manto,
estén bien
calientes.
Encuentran a un pastor, que
corta el camino con su rebaño, pasando de los pastos de la derecha a los de la
izquierda. José se inclina hacia él para decirle algo. El pastor hace un gesto
afirmativo.
José toma el borriquillo y
tira de él detrás del rebaño hasta el prado. El pastor saca de una alforja una
tosca escudilla, ordeña a una gruesa oveja de ubres llenas, da la escudilla a
José y éste a su vez se la ofrece a María.
«¡Que Dios os bendiga a los
dos! - dice María -. A ti, por tu amor; y a ti por tu bondad. Oraré por ti».
«¿Venís de lejos?».
«De Nazaret» responde José.
«¿Y vais hacia...?».
«A Belén».
«Largo viaje para esta mujer
en este estado. ¿Es tu esposa?».
«Es mi esposa».
«¿Tenéis dónde ir?».
«No».
«¡Mala cosa! Belén está llena
de gente llegada de todas partes para inscribirse o para ir a otro lugar.
No sé si encontraréis
alojamiento. ¿Conoces bien este lugar?».
«No mucho».
«Bueno, pues... yo te digo...
por Ella (y señala a María). Preguntad por la posada. Estará llena. Más que
nada os lo digo como referencia. Está en una plaza, en la más grande. Se llega
por este mismo camino, no hay pérdida posible. Delante hay una fuente. La
posada es grande y baja y tiene un portal grande. Estará llena. De todas
formas, si no encontráis nada en ella ni en las otras casas, id a la parte de
atrás de la posada, hacia el campo. En el monte hay unos establos que algunas
veces les sirven a los mercaderes que van a Jerusalén para meter a los animales
que no tienen sitio en la
posada. Son establos - ya
sabéis - que están en el monte; por tanto, húmedos, fríos y sin puerta. Pero son
al menos un refugio; esta mujer.. no puede quedarse en la calle. Quizás allí
encontráis un sitio... y heno para dormir y para el burro... ¡Y que Dios os
acompañe!».
«¡Y que alegre tus días!»
responde María. José en cambio dice: «La paz sea contigo».
Vuelven al camino. Salvan una
prominencia del terreno desde la que se ve una depresión más vasta limitada por
delicadas pendientes. En la cuenca y arriba y abajo por las laderas hay casas y
más casas: es Belén.
«Estamos en la tierra de
David, María. Ahora podrás descansar. Te veo muy cansada...».
«No. Estaba pensando... estoy
pensado...». María le coge la mano a José y, sonriendo con beatitud, le dice:
«Tengo la firme impresión de que ha llegado el momento».
«¡Dios de misericordia! ¿Qué
hacemos?».
«No te preocupes, José.
Permanece firme. ¿No ves lo tranquila que estoy yo?».
«Pero estás sufriendo mucho».
«¡Oh! ¡no! Estoy llena de
gozo. Siento un júbilo tal, tan fuerte, tan hermoso, tan incontenible, que mi
corazón late fortísimamente y me dice: "¡Va a nacer! ¡Va a nacer!".
Lo dice en cada latido. Es mi Niño, que llama a mi corazón y me dice:
"Mamá, estoy aquí, vengo a darte el beso de Dios".
¡Oh, qué alegría, José mío!».
José, sin embargo, no está
jubiloso. Piensa más bien en la urgencia de encontrar un lugar donde ampararse,
y acelera el paso. Puerta por puerta lo solicita... Nada. Todo lleno. Llegan a
la posada...
Está llena, incluso con gente
prácticamente al raso bajo el rústico pórtico que rodea el vasto patio interior.
José deja a María montada en
su burrito, dentro del patio, y sale para buscar en las otras casas.
Vuelve desconsolado. No hay
ningún sitio. El rápido crepúsculo invernal comienza a extender sus velos. José
le suplica al posadero, suplica a los que han venido de fuera: ellos son
hombres, y están
sanos; aquí hay una mujer que
está para dar a luz a un hijo; que tengan piedad... Nada.
Un rico fariseo, que los está
mirando con desprecio manifiesto, cuando María se acerca, se separa como si
hubiera sido una leprosa la que se hubiera acercado. José le mira, y se le
enciende de
indignación el rostro. María
le pone una mano en su muñeca, para calmarle, y le dice: «No insistas.
Vamos. Dios proveerá».
Salen. Siguen el muro de la
posada. Tuercen por una callejuela encajonada entre aquélla y unas casas
pobres. Giran hacia la parte de atrás de la posada. Buscan. Hay una especie de
grutas. Por lo
bajas que son y lo húmedas
que están, diría que más que establos son bodegas. Las más lindas ya están
ocupadas. José siente caérsele el alma a los pies.
«¡Eh! ¡Galileo!» le grita por
detrás un viejo. «Allí, en el fondo, bajo aquellas ruinas, hay una guarida.
Quizás todavía no se ha metido nadie».
Se apresuran hacia esa
"guarida". Es realmente una guarida. Entre las ruinas de lo que sería
un edificio, hay una abertura; dentro, una gruta, más que una gruta una cavidad
excavada en el monte.
Diríase que son los cimientos
de la antigua construcción, cuyos restos derrumbados, apuntalados con troncos
de árbol casi sin desbastar, hacen de techo.
Para ver mejor, puesto que
hay poquísima luz, José trae yesca y piedra de chispa, y enciende una lamparita
que ha sacado del talego que lleva cruzado al pecho. Entra. Un mugido le saluda.
«Ven,
María; está vacía, sólo hay
un buey». José sonríe. «¡Mejor que nada...!».
María baja del burrito y
entra.
José ha colgado la lamparita
de un clavo que está hincado en uno de los troncos de sostén. Se ve la techumbre
llena de telas de araña, y pajas esparcidas por todo el suelo (que es de tierra
batida y su
superficie es completamente
irregular; con hoyos, guijarros, detritos y excrementos). En la parte del fondo,
un buey, con heno colgándole de la boca, se vuelve y mira con ojos tranquilos.
Hay un tosco taburete y dos piedras en un ángulo ennegrecido - señal de que en
ese lugar se enciende fuego - que está junto a una tronera.
María se acerca al buey.
Tiene frío. Le pone las manos sobre el cuello para sentir su calorcillo. El buey
muge; se deja. Parece como si hubiera comprendido. Se deja también cuando José
le separa un
poco para coger abundante
heno del pesebre para hacerle a María una yacija - el pesebre es doble: está el
en que come el buey, y, encima, una especie de estante con heno de reserva;
éste es el que
coge José. Y le hace sitio al
burrito, que, cansado y hambriento, en seguida se pone a comer.
José encuentra también un
cubo volcado y todo abollado. Sale - porque fuera había visto un regato - y
vuelve con agua para el borriquillo. Luego se hace con un haz de ramajes que
estaba en un rincón y trata de barrer un poco el suelo. Después extiende el
heno, hace con él una yacija, junto al buey, en el ángulo más seco y
resguardado; pero siente que este mísero heno está húmedo, y suspira.
Enciende el fuego y, con una
paciencia de cartujo, lo seca a manojos cerca del calor.
María, sentada en el
taburete, cansada, mira sonriente. Ya está. María se dispone mejor sobre el mullido
heno, con los hombros apoyados en un tronco. José termina de... aparejar la
estancia extendiendo su manto como si fuera una cortina en la apertura que hace
de puerta. Una protección muy relativa. Luego le ofrece a la Virgen pan y
queso, y le da a beber agua de un boto.
«Duerme ahora» le dice. «Yo
velaré, para que la lumbre no se apague. Menos mal que hay leña.
Esperemos que dure y que
arda. Así podré ahorrar aceite de la lámpara».
María se echa obedientemente.
José, con la manta que tenía en los pies y con el manto de la misma María, la
tapa.
«¿Y tú?... Vas a pasar frío».
«No, María. Estoy junto al
fuego. Trata de descansar. Mañana irá mejor».
María cierra los ojos sin
insistir más. José se pone en su rinconcillo, sentado en el taburete, con unas -
pocas - ramillas secas al lado; no creo que duren mucho.
Están colocados así: María a
la derecha, dando la espalda a la... puerta, semioculta por el tronco y por el
cuerpo del buey, que está recostado ahora en la cama de paja; José a la
izquierda y de cara a
la puerta, en diagonal por
tanto; estando frente al fuego, da la espalda a María, pero, de vez en cuando,
se vuelve a mirarla, y la ve tranquila, como si durmiera. Rompe lentamente sus
ramitas, y
las va echando, una a una, en
el débil fuego para que no se apague, para que dé luz, para que la poca leña
dure.
La única luz, ora más viva,
ora mortecina, es la del fuego; la lámpara está ya apagada; en la penumbra
resalta sólo el blancor del buey y del rostro y manos de José.
Todo el resto es una masa que
se confunde en la penumbra densa.
«No hay dictado» dice María.
«La visión habla por sí sola. Tarea vuestra es entender la lección de caridad,
humildad y pureza que de ella emana. Descansa. Velando, descansa, como yo
velaba
esperando a Jesús. Vendrá a
traerte su paz».
Revelado el 6 de junio de 1944.
Continúa mí visión del
interior de este pobre refugio de piedra en que han encontrado amparo, unidos en
la suerte a unos animales, María y José.
El fueguecillo se adormila
junto con su guardián. María levanta lentamente la cabeza de su yacija y mira.
Ve que José tiene la cabeza reclinada sobre el pecho como si estuviera
meditando... será -piensa - que el cansancio ha sobrepujado su buena voluntad
de permanecer despierto, y sonríe bondadosa; luego, con menos ruido del que
puede hacer una mariposa posándose en una rosa, se
sienta, para después
arrodillarse. Ora con una sonrisa beata en su rostro. Ora con los brazos extendidos
casi en cruz, con las palmas hacia arriba y hacia adelante... y no parece
cansarse de esa
posición molesta. Luego se
postra con el rostro contra el heno, adentrándose aún más en su oración; y la
oración es larga.
José sale bruscamente de su
sueño; ve mortecino el fuego y casi oscuro el establo. Echa un puñado de tamujo
muy fino. La llama vuelve a chispear. Y va añadiendo ramitas cada vez mas
gruesas; en
efecto, el frío debe ser
punzante, el frío de esa noche invernal, serena, que penetra por todas las partes
de esas ruinas. El pobre José, estando como está cerca de la puerta - llamemos
así a la
abertura a la que hace de
cortina su manto -, debe estar congelado.
Acerca las manos a la llama,
se quita las sandalias, acerca también los pies; así se calienta. Luego, cuando
el fuego ha adquirido ya
viveza y su luz es segura, se
vuelve; no ve nada, ni siquiera la blancura del velo de María que antes dibujaba
una línea clara sobre el heno oscuro. Se pone en pie y se acerca despacio a la
yacija.
«¿No duermes, María?»
pregunta.
Lo pregunta tres veces, hasta
que Ella torna en sí y responde: «Estoy orando».
«¿No necesitas nada?».
«No, José».
«Trata de dormir un poco, de
descansar al menos».
«Lo intentaré, pero la
oración no me cansa».
«Hasta luego, María».
«Hasta luego, José».
María vuelve a su posición de
antes. José, para no ceder otra vez al sueño, se pone de rodillas junto al
fuego, y ora. Ora con las manos unidas en el rostro; de vez en cuando las
separa para alimentar el
fuego, y luego vuelve a su
ferviente oración. Menos el ruido del crepitar de la leña y el del asno, que de
tanto en tanto pega con una pezuña en el suelo, no se oye nada.
Un inicio de luna se insinúa
a través de una grieta de la techumbre. Parece un filo de incorpórea plata que
buscase a María. Se alarga a medida que la Luna va elevándose en el cielo y,
por fin, la
alcanza. Ya está sobre la
cabeza de la orante, nimbándosela de candor.
María levanta la cabeza como
por una llamada celeste y se yergue hasta quedar de nuevo de rodillas. ¡Oh, qué
hermoso es este momento! Ella levanta la cabeza, que parece resplandecer bajo
la
luz blanca de la Luna, y una
sonrisa no humana la transfigura. ¿Qué ve? ¿Qué oye? ¿Qué siente?
Sólo Ella podría decir lo que
vio, oyó y sintió en la hora fúlgida de su Maternidad. Yo sólo veo que en torno
a Ella la luz aumenta, aumenta, aumenta; parece descender del Cielo, parece
provenir de
las pobres cosas que están a
su alrededor, parece, sobre todo, que proviene de Ella.
Su vestido, azul oscuro,
parece ahora de un delicado celeste de miosota; sus manos, su rostro, parecen
volverse azulinas, como los de uno que estuviera puesto en el foco de un
inmenso zafiro
pálido.
Este color, que me recuerda,
a pesar de ser más tenue, el que veo en las visiones del santo Paraíso, y
también el que vi en la visión de la venida de los Magos, se va extendiendo progresivamente
sobre las cosas, y las viste, las purifica, las hace espléndidas.
El cuerpo de María despide
cada vez más luz, absorbe la de la luna, parece como si Ella atrajera hacia sí
la que le puede venir del Cielo.
Ahora ya es Ella la
Depositaria de la Luz, la que debe dar esta Luz al mundo. Y esta beatífica,
incontenible, inmensurable, eterna, divina Luz que de un momento a otro va a
ser dada, se anuncia con una alba, un lucero de la mañana, un coro de átomos de
luz que aumenta, aumenta como una marea, sube, sube como incienso, baja como
una riada, se extiende como un velo...
La techumbre, llena de
grietas, de telas de araña, de cascotes que sobresalen y están en equilibrio por
un milagro de estática, esa techumbre negra, ahumada, repelente, parece la
bóveda de una sala
regia. Los pedruscos son
bloques de plata; las grietas, reflejos de ópalo; las telas de araña, preciosísimos
baldaquinos engastados de plata y diamantes. Un voluminoso lagarto, aletargado entre
dos bloques de piedra, parece un collar de esmeraldas olvidado allí por una
reina; y un racimo de murciélagos en letargo, una lámpara de ónix de gran
valor. Ya no es hierba el heno que cuelga del pesebre más alto, es una multitud
de hilos de plata pura que oscilan temblorosos en el aire con la gracia de una
cabellera suelta.
La madera oscura del pesebre
de abajo parece un bloque de plata bruñida. Las paredes están recubiertas de un
brocado en que el recamo perlino del relieve oculta el candor de la seda. Y el
suelo... ¿Qué es ahora el
suelo? Es un cristal encendido por una luz blanca; los salientes parecen rosas
de luz arrojadas al suelo como obsequio; los hoyos, cálices valiosos de cuyo
interior
ascenderían aromas y
perfumes.
La luz aumenta cada vez más.
El ojo no la resiste. En ella desaparece, como absorbida por una cortina de
incandescencia, la Virgen... y emerge la Madre.
Sí. Cuando mi vista de nuevo
puede resistir la luz, veo a María con su Hijo recién nacido en los brazos. Es
un Niñito rosado y regordete, que gesticula, con unas manitas del tamaño de un
capullo
de rosa; que menea sus
piececitos, tan pequeños que cabrían en el corazón de una rosa; que emite vagidos
con su vocecita trémula, de corderito recién nacido, abriendo una boquita que
parece una
menuda fresa de bosque, y
mostrando una lengüecita temblorosa contra el rosado paladar; que menea su
cabecita, tan rubia que parece casi desprovista de cabellos, una cabecita
redonda que su
Mamá sostiene en la cavidad
de una de sus manos, mirando a su Niño, adorándole, llorando y riendo al mismo
tiempo... Y se corva para besarle, no en la inocente cabeza, sino en el centro
del
pecho, sobre ese corazoncito
que palpita, que palpita por nosotros... en donde un día se abrirá la Herida.
Su Mamá se la está curando anticipadamente, con su beso inmaculado.
El buey se ha despertado por
el resplandor, se levanta haciendo mucho ruido con las pezuñas, y muge. El asno
vuelve la cabeza y rebuzna. Es la luz la que los saca del sueño, pero me seduce
la
idea de pensar que hayan
querido saludar a su Creador, por ellos mismos y por todos los animales.
Y José, que, casi en rapto,
estaba orando tan intensamente que era ajeno a cuanto le rodeaba, también torna
en sí, y por entre los dedos apretados contra el rostro ve filtrarse la extraña
luz. Se
descubre el rostro, levanta
la cabeza, se vuelve. El buey, que está en pie, oculta a María, pero Ella le llama:
«José, ven».
José acude. Cuando ve, se
detiene, como fulminado de reverencia, y está casi para caer de rodillas en ese
mismo lugar; pero María insiste: «Ven, José» y, apoyando la mano izquierda en
el heno y
teniendo con la derecha
estrechado contra su corazón al Infante, se alza y se dirige hacia José, quien,
por su parte, se mueve azarado por el contraste entre su deseo de ir y el temor
a ser
irreverente.
Junto a la cama para el
ganado los dos esposos se encuentran, y se miran llorando con beatitud.
«Ven, que ofrecemos a Jesús
al Padre» dice María. José se pone de rodillas. Ella, erguida, entre dos troncos
sustentantes, alza a su Criatura en sus brazos y dice: «Heme aquí - por El, ¡oh
Dios!, te digo
esto -, heme aquí para hacer
tu voluntad. Y con El yo, María, y José, mi esposo. He aquí a tus siervos,
Señor, para hacer siempre, en todo momento y en todo lo que suceda, tu
voluntad, para gloria tuya y por amor a ti».
Luego María se inclina hacia
José y, ofreciéndole el Infante le dice: «Toma, José».
«¿Yo? ¿A mí? ¡Oh, no! ¡No soy
digno!». José se siente profundamente turbado, anonadado ante la idea de deber
tocar a Dios.
Pero María insiste sonriendo:
«Bien digno eres de ello tú, y nadie lo es más que tú, y por eso el Altísimo te
ha elegido. Toma, José, tenle mientras yo busco su ropita».
José, rojo como una púrpura,
alarga los brazos y toma ese copito de carne que grita de frío; una vez que lo
tiene entre sus brazos, no persiste en la intención de mantenerle separado de
sí por respeto, sino que lo estrecha contra
su corazón rompiendo a llorar fuertemente: «¡Oh! ¡Señor! ¡Dios mío!»;
y se inclina para besar los
piececitos. Los siente fríos y entonces se sienta en el suelo y le recoge en su
regazo, y con su indumento marrón y con las manos trata de cubrirle,
calentarle, defenderle del
cierzo de la noche. Quisiera
acercarse al fuego, pero allí se siente esa corriente de aire que entra por la
puerta. Mejor quedarse donde está, o, mejor todavía, entre los dos animales,
que hacen de escudo al aire y dan calor. Y se pone entre el buey y el asno dando
la espalda a la puerta, con su cuerpo hacia el Recién Nacido para hacer de su
pecho una hornacina, cuyas paredes laterales son: una
cabeza gris, con largas
orejas; un hocico grande, blanco, con unos ojos húmedos buenos y un morro que
exhala vapor.
María ha abierto el baulillo
y ha sacado unos pañales y unas fajas, ha ido al fuego y las ha calentado.
Ahora se acerca a José y envuelve al Niño en esos paños calentitos, y con su
velo le
cubre la cabeza. «¿Dónde le
ponemos ahora?» pregunta.
José mira alrededor,
piensa... «Mira - dice -, corremos un poco más para acá a los dos animales y la
paja, y bajamos ese heno de allí arriba y le ponemos a Él aquí dentro. La
madera del borde le
resguardará del aire, el heno
será su almohada, el buey con su aliento le calentará un poquito. Mejor el
buey. Es más paciente y tranquilo». Y se pone manos a la obra mientras María
acuna a su Niño estrechándole contra su corazón, con su carrillo sobre la
cabecita para darle calor.
José reaviva el fuego, sin
ahorrar leña, para hacer una buena hoguera, y se pone a calentar el heno, de
forma que según lo va secando, para que no se enfríe, se lo va metiendo en el
pecho; luego,
cuando ya tiene suficiente
para un colchoncito para el Infante, va al pesebre y lo dispone como una cunita.
«Ya está» dice. «Ahora sería necesaria una manta, porque el heno pica; y además
para
taparle...».
«Coge mi manto» dice María.
«Vas a tener frío».
«¡Oh, no tiene importancia!
La manta es demasiado áspera; el manto, sin embargo, es suave y caliente. Yo no
tengo frío en absoluto. ¡Lo importante es que El no sufra más!».
José coge el amplio manto de
suave lana azul oscura y lo dispone doblado encima de la paja, y deja un borde
colgando fuera del pesebre. El primer lecho del Salvador está preparado.
Su Madre, con dulce paso
ondeante, le lleva al pesebre, en él le coloca, y le tapa con la parte del manto
que había quedado fuera y con ella arropa también la cabecita desnuda, que se
hunde en el
heno, protegida apenas por el
fino velo de María. Queda sólo destapada la carita, del tamaño de un
puño de hombre, y los Dos,
inclinados hacia el pesebre, le miran con beatitud mientras duerme su primer
sueño; en efecto, el calorcito de los paños y de la paja le ha calmado el
llanto y le ha hecho
conciliar el sueño al dulce
Jesús.
Dice María:
«Te había prometido que El
vendría a traerte su paz. ¿Te acuerdas de la paz que tenías durante los días de
Navidad, cuando me veías con mi Niño? Entonces era tu tiempo de paz, ahora es
tu tiempo
de sufrimiento. Pero ya sabes
que es en el sufrimiento donde se conquista la paz y toda gracia para nosotros
y para el prójimo. Jesús-Hombre tornó a ser Jesús-Dios después del tremendo
sufrimiento de la Pasión; tornó a ser Paz, Paz en el Cielo del que había venido
y desde el cual, ahora, derrama su paz sobre aquellos que en el mundo le aman.
Mas durante las horas de la Pasión, Él, Paz del mundo, fue privado de esta paz.
No habría sufrido si la hubiera tenido, y debía sufrir, sufrir plenamente.
Yo, María, redimí a la mujer
con mi Maternidad divina, mas se trataba sólo del comienzo de la redención de
la mujer. Negándome, con el voto de virginidad, al desposorio humano, había rechazado
toda satisfacción concupiscente, mereciendo gracia de parte de Dios. Pero no
bastaba, porque el pecado de Eva era árbol de cuatro ramas: soberbia, avaricia,
glotonería, lujuria. Y había que quebrar las cuatro antes de hacerle estéril en
sus raíces.
Vencí la soberbia
humillándome hasta el fondo.
Me humillé delante de todos.
No hablo ahora de mi humildad respecto a Dios; ésta deben tributársela al
Altísimo todas las criaturas. La tuvo su Verbo. Yo, mujer, debía también
tenerla.
¿Has reflexionado, más bien,
alguna vez, en qué tipo de humillaciones tuve que sufrir de parte de los
hombres y sin defenderme en manera alguna? Incluso José, que era justo, me
había acusado en su corazón. Los demás, que no eran justos, habían pecado de
murmuración sobre mi estado, y el rumor de sus palabras había venido, como ola
amarga, a estrellarse contra mi humanidad.
Y éstas fueron sólo las
primeras de las infinitas humillaciones que mi vida de Madre de Jesús y del género
humano me procuraron. Humillaciones de pobreza; la humillación de quien debe
abandonar
su tierra; humillaciones a
causa de las reprensiones de los familiares y de las amistades, que, desconociendo
la verdad, juzgaban débil mi forma de ser madre respecto a mi Jesús, cuando
empezaba ya a ser un hombre;
humillaciones durante los tres años de su ministerio; crueles humillaciones en
el momento del Calvario; humillaciones hasta en el tener que reconocer que no tenía
con qué comprar ni sitio ni perfumes para enterrar a mi Hijo.
Vencí la avaricia de los
Progenitores renunciando con antelación a mi Hijo.
Una madre no renuncia nunca a
su hijo, si no se ve obligada a ello. Ya sea la patria, o el amor de una
esposa, o el mismo Dios quienes piden el hijo a su corazón, ella se resiste a
la separación. Es natural que sea así. El hijo crece dentro de nosotras, y el
vínculo de su persona con la nuestra jamás queda completamente roto. A pesar de
que el conducto del vital ombligo haya sido cortado, siempre permanece un
nervio que nace en el corazón de la madre (un nervio espiritual, más vivo y
sensible que un nervio físico) y arraiga en el corazón del hijo, y que siente
como si le estiraran hasta el límite de lo soportable, si el amor de Dios o de
una criatura, o las exigencias de la patria alejan al hijo de la madre; y que
se rompe, lacerando el corazon, si la muerte arranca un hijo a su madre.
Yo renuncié, desde el momento
en que le tuve, a mi Hijo. A Dios se lo di, a vosotros os lo di. Me despojé del
Fruto de mi vientre para dar reparación al hurto de Eva del fruto de Dios.
Vencí la glotonería, tanto de
saber como de gozar, aceptando saber únicamente lo que Dios quería que supiera,
sin preguntarme a mí misma, sin preguntarle a Él, más de cuanto se me dijera.
Creí sin indagar. Vencí la
gula de gozar porque me negué todo deleite del sentido. Mi carne la puse bajo
las plantas de mis pies. Puse la carne, instrumento de Satanás, y con ella al
mismo Satanás,
bajo mi calcañar para hacerme
así un escalón para acercarme al Cielo. ¡El Cielo!... Mi meta. Donde estaba
Dios. Mi única hambre. Hambre que no es gula sino necesidad bendecida por Dios,
por este
Dios que quiere que sintamos
apetito de Él.
Vencí la lujuria, que es la
gula llevada a la exacerbación. En efecto, todo vicio no refrenado conduce a un
vicio mayor. Y la gula de Eva, ya de por sí digna de condena, la condujo a la
lujuria;
efectivamente, no le bastó ya
el satisfacerse sola sino que quiso portar su delito a una refinada intensidad;
así conoció la lujuria y se hizo maestra de ella para su compañero. Yo invertí
los términos y, en vez de descender, siempre subí; en vez de hacer bajar, atraí
siempre hacia arriba; y de mi compañero, que era un hombre honesto, hice un
ángel.
Es ese momento en que poseía
a Dios, y con Él sus riquezas infinitas, me apresuré a despojarme de todo ello
diciendo: "Que por Él se haga tu voluntad y que El la haga". Casto es
aquel que controla
no sólo su carne, sino
también los afectos y los pensamientos. Yo tenía que ser la Casta para anular a
la Impúdica de la carne, del corazón y de la mente. Me mantuve comedida sin
decir ni siquiera de mi Hijo, que en la tierra era sólo mío, como en el Cielo
era solamente de Dios: "Es mío y para mí le quiero".
Y a pesar de todo no era
suficiente para que la mujer pudiera poseer la paz que Eva había perdido. Esa
paz os la procuré al pie de la Cruz, viendo morir a Aquel que tú has visto
nacer. Y, cuando me sentí arrancar las entrañas ante el grito de mi Hijo, quedé
vacía de toda feminídad de connotación humana: ya no carne sino ángel. María,
la Virgen desposada con el Espíritu, murió en ese momento; quedó la Madre de la
Gracia, la que os generó la Gracia desde su tormento y os la dio. La hembra, a
la que había vuelto a consagrar mujer la noche de Navidad, a los pies de la
Cruz conquistó los medios para venir a ser criatura del Cielo.
Esto
hice yo por vosotras, negándome toda satisfacción, incluso las satisfacciones
santas.
De vosotras, reducidas por
Eva a hembras no superiores a las compañeras de los animales, he hecho -basta
con que lo queráis - las santas de Dios. Por vosotras subí, y, como a José, os
elevé. La roca del Calvario es mi Monte de los Olivos. Ése fue mi impulso para
llevar al Cielo, santificada de nuevo, el alma de la mujer, junto con mi carne,
glorificada por haber llevado al Verbo de Dios y anulado en mí hasta el último
vestigio de Eva, la última raíz de aquel árbol de las cuatro ramas venenosas, aquel
árbol que tenía hincada su raíz en el sentido y que había arrastrado a la caída
a la humanidad,
y que hasta el final de los
siglos y hasta la última mujer os morderá las entrañas. Desde allí, donde ahora
resplandezco envuelta en el rayo del Amor, os llamo y os indico cuál es la
Medicina para
venceros a vosotras mismas: la Gracia de mi Señor y la Sangre de mi
Hijo.
Y tú, voz mía, haz descansar
a tu alma con la luz de esta alborada de Jesús para tener fuerza en las futuras
crucifixiones que no te van a ser evitadas, porque te queremos aquí, y aquí se
viene a
través del dolor; porque te
queremos aquí, y más alto se viene cuanto mayor ha sido la pena sobrellevada para obtener Gracia para el
mundo.
Ve en paz. Yo estoy contigo».
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