* Se celebra cuarenta días después del domingo de resurrección (durante el Tiempo pascual) y conmemora la ascensión de Nuestro Señor Jesucristo al cielo en presencia de los discípulos tras anunciarles que les enviaría el Espíritu Santo.
Mensajes De Dios Al Mundo A Través de su profeta María
Valtorta
Últimas enseñanzas en el Getsemaní,
despedida Y BENDICION A TODOS ANTES DE LA ascensión al Padre.
Un naciente rosicler de
aurora en Oriente. Jesús pasea con su Madre por los escalones de la ladera del
Getsemaní.
No median palabras, sólo
miradas de inefable amor.
Quizás ya han sido dichas las palabras, quizás
no; han hablado las dos almas: la de Cristo y la de la Madre de Cristo.
Ahora lo que hay es
contemplación de amor, recíproca contemplación; la conoce la naturaleza asperjada
de rocío, y la pura luz matutina; la conocen esas delicadas criaturas de Dios
que son las hierbas y las flores, los pájaros y las mariposas.
Los hombres están ausentes.
La aurora ha surgido
completamente. Ya el sol está alto y los apóstoles hacen oír sus voces. Es una
señal para Jesús y
María. Se paran. Se miran, el
Uno enfrente de la Otra, y luego Jesús abre los brazos y recibe en su pecho a
su Madre...
¡Oh, vaya que sí era un Hombre, un
Hijo de Mujer!
¡Para creerlo basta mirar este
adiós!
El amor rebosa en una lluvia
de besos a su Madre amadísima.
El amor cubre de besos al
Hijo amadísimo. Parece que no puedan separarse. Cuando ya parece que vayan a
hacerlo,
otro abrazo los une de nuevo,
y, entre los besos, palabras de recíproca bendición... ¡Oh, verdaderamente es
el Hijo del Hombre despidiéndose de la Mujer que lo generó!
¡Verdaderamente
es la Madre que da el adiós -para restituirlo al Padre- a su Hijo, la Prenda
del Amor a la Purísima!... ¡Dios besando a la Madre de Dios!...
En fin, la Mujer, como
criatura, se arrodilla a los pies de su Dios, que es, de todas formas, su Hijo;
y el Hijo, que es Dios, impone las manos sobre la cabeza de la Madre Virgen, de
la eterna Amada, y la bendice en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo, y luego se inclina y la alza; en fin, deposita un último beso en la
blanca frente como pétalo de azucena bajo el oro de los cabellos (¡tan
juveniles todavía!)...
Regresan hacia la casa, y
ninguno, viendo con qué serenidad caminan el Uno al lado de la Otra, pensaría
en la onda de
amor que poco antes los ha
desbordado. ¡Pero qué diferencia también, en este adiós, respecto a la tristeza
de otras despedidas ya superadas, y respecto a la desgarradora congoja del
adiós de la Madre a su Hijo al que habían dado muerte y había que dejarlo solo
en el Sepulcro!... En esta despedida -aunque los ojos brillen con ese llanto
que es natural en quien está para separarse de su Amado- los labios sonríen con
la alegría de saber que este Amado va a la Morada que en razón de su Gloria le
corresponde...
-¡Señor! Fuera están, entre
el monte y Betania, todos los que, como habías dicho a tu Madre, querías
bendecir hoy -
dice Pedro.
-Bien. Ahora vamos donde
ellos. Pero antes venid. Quiero compartir con vosotros una vez más el pan.
Entran en la habitación donde
diez días antes estaban las mujeres para la cena del decimocuarto día del mes.
María acompaña a Jesús hasta
allí; luego se retira. Se quedan Jesús y los once.
En la mesa hay carne asada,
pequeños quesos y aceitunas pequeñas y negras, un ánfora de vino y otra, más
grande, de
agua, y panes anchos. Una
mesa sencilla, no aparejada para una ceremonia de lujo, sino sólo por la
necesidad de nutrirse.
Jesús ofrece y divide. Está
en el centro, entre Pedro y Santiago de Alfeo. Los ha llamado Él a estos
lugares. Juan, Judas de Alfeo y Santiago están frente a Él; Tomás, Felipe y
Mateo, a un lado; Andrés, Bartolomé y el Zelote, al otro lado.
Así, todos pueden ver a su
Jesús... Una comida de breve duración, y silenciosa. Los apóstoles, llegado el
último día de cercanía de Jesús, y a pesar de las sucesivas apariciones,
colectivas o individuales, desde la Resurrección, apariciones llenas de amor,
no han perdido
ni un momento esa devotísima
compostura que ha caracterizado sus encuentros con Jesús Resucitado.
La comida ha terminado. Jesús
abre las manos por encima de la mesa, con su gesto habitual ante un hecho
ineluctable,
y dice:
-Bien... Ha llegado la hora
en que debo dejaros para volver al Padre mío. Escuchad las últimas palabras de
vuestro
Maestro.
No os alejéis de Jerusalén en
estos días. Lázaro, con el cual he hablado, se ha preocupado una vez más de
hacer realidad los deseos de su Maestro, y os cede la casa de la última Cena,
para que dispongáis de una casa donde recoger a la asamblea y recogeros en
oración.
Estad
dentro de esta casa en estos días y orad asiduamente para prepararos a la
venida del Espíritu Santo, que os completará para vuestra misión.
Recordad
que Yo -y era Dios- me preparé con una severa penitencia a mi ministerio evangelizador.
Vuestra preparación será siempre más fácil y más breve. Pero no exijo más de
vosotros. Me basta con que oréis con asiduidad, en unión con los setenta y dos y bajo la guía de mi Madre, la cual os confío
con solicitud filial. Ella será para vosotros Madre y Maestra, de amor y
sabiduría perfectos.
Habría
podido enviaros a otro lugar para prepararos a recibir al Espíritu Santo. Pero
no. Quiero que permanezcáis aquí.
Porque
es Jerusalén, la que negó, es Jerusalén la que debe admirarse por la continuación
de los prodigios divinos, dados en respuesta a sus negaciones.
Después el Espíritu Santo os
hará comprender la necesidad de que la Iglesia surja justamente en esta ciudad,
la cual, juzgando humanamente, es la más indigna de tener a la Iglesia. Pero
Jerusalén sigue siendo Jerusalén, a pesar de estar henchida de pecado y a pesar
de que aquí se haya verificado el deicidio. Nada la beneficiará. Está
condenada.
Pero, aunque ella esté
condenada, no todos sus habitantes lo están. Permaneced aquí por los pocos
justos que tiene en su seno; permaneced aquí porque ésta es la ciudad regia y
la ciudad del Templo, y porque, como predijeron los profetas, aquí, donde ha sido
ungido, aclamado y exaltado el Rey Mesías, aquí debe comenzar su soberanía en
el mundo, y aquí, y aquí, en este lugar en que Dios ha dado libelo de repudio a
la sinagoga a causa de sus demasiado horrendos delitos, debe surgir el Templo
nuevo al
que acudirán gentes de todas
las naciones.
Leed a los profetas (Isaías 2, 1-5; 49, 5-6; 55, 4-5; 60;
Miqueas 4, 1-2; Zacarías 8, 20-23). Todo está en ellos predicho.
Primero
mi Madre, después el Espíritu Paráclito, os harán comprender las palabras que
los profetas dijeron para este tiempo.
Permaneced
aquí hasta que Jerusalén os repudie a vosotros como me ha repudiado a mí, hasta
que odie a mi Iglesia como me ha odiado a mí y maquine planes para
exterminarla.
Entonces
llevad la sede de esta amada Iglesia mía a otro lugar, porque no debe perecer.
Os digo que ni siquiera el Infierno prevalecerá
contra ella. Pero si Dios os asegura su protección, no por ello tentéis al
Cielo exigiendo todo del Cielo.
Id a Efraím, como fue vuestro
Maestro porque no era la hora de que fuera capturado por los enemigos. Os digo
Efraím para deciros tierra de ídolos y
paganos. Pero no será la Efraím de Palestina la que deberéis elegir como
sede de mi Iglesia. Recordad cuántas veces -a vosotros congregados o a uno de
vosotros individualmente os he hablado de esto, prediciéndoos que ibais a tener
que pisar los caminos de la Tierra para llegar al corazón de ella y enclavar allí
mi Iglesia. Desde el corazón del hombre,
la sangre se propaga a todos los miembros. Desde el corazón del mundo, el cristianismo
se debe propagar a toda la Tierra.
Por ahora mi Iglesia es como
una criatura ya concebida pero que todavía se está formando en la matriz.
Jerusalén es su matriz, y en su interior el corazón, aún pequeño, en torno al
cual se congregan los pocos miembros de la Iglesia naciente, envía sus pequeñas
ondas de sangre a estos miembros. Pero, cuando llegue la hora señalada por
Dios, la matriz madrastra expelerá a la criatura que se habrá formado en su
seno y ésta irá a una tierra nueva, donde crecerá y se hará un Cuerpo grande
extendido por toda la Tierra, y los latidos del fuerte corazón de la Iglesia se
propagarán por todo su gran Cuerpo.
Los latidos del corazón de la
Iglesia, rotos todos los vínculos de ésta con el Templo, eterna ella y
victoriosa sobre las ruinas del Templo finado y destruido, de la Iglesia que
vivirá en el corazón del mundo, diciendo a hebreos y gentiles que sólo Dios
triunfa y quiere lo que quiere, y que ni el livor de los hombres ni ejércitos
de ídolos detienen su voluntad...
Pero esto vendrá después, y
cuando llegue sabréis cómo actuar. El Espíritu de Dios os guiará. No temáis.
Por ahora
congregad en Jerusalén la
primera asamblea de los fieles.
Luego otras asambleas, a
medida que vaya creciendo el número de los fieles, se formarán. En verdad os
digo que los ciudadanos de mi Reino aumentarán rápidamente como semillas
echadas en óptima tierra. Mi pueblo se propagará por toda la Tierra. El Señor
dice al Señor:
"Por haber hecho esto y no haber eludido
tu entrega por mí, te bendeciré y multiplicaré tu estirpe como las estrellas
del cielo y como las arenas que hay en la playa del mar.
Tu descendencia poseerá la
puerta de sus enemigos y en ella serán bendecidas todas las naciones de la
Tierra"(Génesis 22,15- 18).
Bendición es mi Nombre, mi Signo y mi Ley, donde son reconocidos como
soberanos.
Está para venir el Espíritu Santo, el
Santificador, y vosotros quedaréis henchidos de Él.
Mirad que estéis puros, como todo lo que debe
acercarse al Señor.
Yo también era el Señor como Él. Pero había
revestido mi Divinidad con un velo para poder estar entre vosotros, y no sólo
para adoctrinaros y redimiros con los órganos y la sangre de este velo, sino también para que el Santo de los Santos estuviera entre los
hombres, eliminando la barrera, para todos los hombres, incluso para los
impuros, de no poder
depositar la mirada en Aquel al que temen mirar los serafines.
Pero el Espíritu Santo vendrá
sin velo de carne y se posará
sobre vosotros y descenderá a
vosotros con sus siete dones y os aconsejará. Ahora bien, el consejo de
Dios es una cosa tan sublime, que es necesario prepararse para él con la
voluntad heroica de una perfección, que os haga semejantes al Padre vuestro y a
vuestro Jesús, y a vuestro Jesús en su relación con el Padre y con el Espíritu
Santo.
Así pues,
caridad y pureza perfectas para poder
comprender al Amor y recibirlo en el trono del corazón.
Sumíos en el vórtice de la
contemplación. Esforzaos en olvidar que sois hombres y en transformaros en
serafines.
Lanzaos al horno, a las
llamas de la contemplación. La contemplación de Dios es semejante a chispa que
salta del choque de la piedra contra el eslabón y produce fuego y luz. Es
purificación el fuego que consume la materia opaca y siempre impura y la transforma
en llama luminosa y pura.
No tendréis el Reino de Dios
en vosotros si no tenéis el amor. Porque el Reino de Dios es el Amor, y aparece
con el
Amor, y por el Amor se
instaura en vuestros corazones en medio de los resplandores de una luz inmensa
que penetra y fecunda, disuelve la ignorancia, comunica la sabiduría, devora al
hombre y crea al dios, al hijo de Dios, a mi hermano, al rey del trono que Dios
ha preparado para aquellos que se dan a Dios para tener a Dios, a Dios, a Dios,
a Dios sólo.
Sed,
pues, puros y santos por la oración ardiente que santifica al hombre porque le
sumerge en el fuego de Dios, que es la caridad.
Vosotros debéis ser santos.
No en el sentido relativo que esta palabra ha tenido hasta ahora, sino en el
sentido absoluto que Yo le he dado proponiéndoos la santidad del Señor como
ejemplo y límite, o sea, la santidad perfecta.
Nosotros
llamamos santo al Templo, santo al lugar donde está el altar, Santo de los
Santos al lugar velado donde está el arca y el propiciatorio.
Pero,
en verdad os digo que los que poseen la Gracia y viven en santidad por amor al
Señor son más santos que el Santo de los Santos, porque Dios no se limita a
colocarse sobre ellos -como sobre el propiciatorio del Templo, para dar sus
órdenes- sino que mora en ellos, para darles sus amores.
¿Os acordáis de mis palabras de la última Cena?
Os prometí el Espíritu Santo. Pues bien, está para llegar, para bautizaros no
ya con agua, como hizo con vosotros Juan preparándoos para mí, sino con el
fuego, para prepararos a que sirváis al Señor tal y como Él quiere que vosotros
lo sirváis. Mirad, Él estará aquí dentro de no muchos días.
Después de su venida vuestras
capacidades aumentarán sin medida, y seréis capaces de comprender las palabras
de vuestro Rey y hacer las obras que Él ha dicho que se hagan, para extender su
Reino sobre la Tierra.
-¿Entonces vas a reconstruir,
después de la venida del Espíritu Santo, el Reino de Israel? - le preguntan
interrumpiéndole.
-Ya no existirá el Reino de
Israel, sino mi Reino, que se verá cumplido cuando el Padre ha dicho. No os
corresponde a vosotros conocer los tiempos ni los momentos que el Padre se ha
reservado en su poder.
Pero
vosotros, entretanto, recibiréis la virtud del Espíritu Santo que vendrá a
vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en Judea y en Samaria y hasta los
confines de
la
Tierra, fundando las asambleas en los lugares en que estén reunidas personas en
mi Nombre; bautizando a las gentes en el Nombre Stmo. Del Padre, del Hijo, del
Espíritu Santo, como os he dicho, para que tengan la Gracia y vivan en el
Señor; predicando el Evangelio a todas las criaturas; enseñando lo que os he
enseñado; haciendo lo que os he mandado hacer. Y Yo estaré
con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.
Otra cosa quiero. Que la
asamblea de Jerusalén la presida Santiago, mi hermano.
Pedro, como jefe de toda la
Iglesia, deberá emprender a menudo viajes apostólicos, porque todos los
neófitos desearán conocer al Pontífice jefe supremo de la
Iglesia. Pero grande será el
predicamento que, ante los fieles de la naciente Iglesia, tendrá mi hermano.
Los hombres son siempre hombres y ven las cosas como, hombres. A ellos les parecerá que Santiago sea una continuación
de mí, por el simple hecho de ser hermano mío. En verdad digo que es más grande
y más semejante al Cristo por la sabiduría que por el parentesco.
Pero, así es; los hombres,
que no me buscaban mientras estaba en medio de ellos, ahora me buscarán en
aquel que es pariente mío. Tú, Simón Pedro... tú estás destinado a otros
honores...
-Que no merezco, Señor. Te lo
dije cuando te me apareciste, y te lo digo, en presencia de todos, una vez más.
Tú eres bueno, divinamente bueno, además de sabio, y cabal ha sido tu juicio
sobre mí. Yo renegué de ti en esta ciudad. Cabalmente has juzgado que no reúno
las condiciones para ser su jefe espiritual. Quieres evitarme muchos vituperios
justos...
-Todos fuimos iguales, menos
dos, Simón. Yo también huí. No es por esto, sino por las razones que ha expresado,
por lo que el Señor me ha destinado a mí a este puesto; pero tú eres mi Jefe,
Simón de Jonás, y como tal te reconozco.
En la presencia del Señor y de todos los
compañeros, te profeso obediencia. Te daré lo que pueda para ayudarte en tu
ministerio, pero, te lo ruego, dame tus órdenes, porque tú eres el Jefe y yo el
súbdito. Cuando el Señor me ha recordado una conversación ya lejana, he
agachado la cabeza diciendo: "Hágase lo que Tú quieres". Esto mismo
te diré a ti a partir del momento en que, habiéndonos dejado el Señor, tú seas
su Representante en la Tierra. Y nos querremos ayudándonos en el ministerio
sacerdotal - dice Santiago, inclinándose desde su sitio para rendir homenaje a
Pedro.
-Sí. Quereos unos a otros,
ayudándoos recíprocamente, porque éste es el mandamiento nuevo y la señal de
que sois
verdaderamente de Cristo.
No
os turbéis por ninguna razón. Dios está con vosotros. Podéis hacer lo que
quiero de vosotros. No os impondría cosas que no pudierais hacer, porque no
quiero vuestra perdición sino vuestra gloria. Mirad, voy a preparar vuestro
lugar junto a mi trono. Estad unidos a mí y al Padre en el amor. Perdonad al
mundo que os odia. Llamad hijos y hermanos a los que se acerquen a
vosotros,
o a los que ya están con vosotros por amor a mí.
Tened
la paz de saber que siempre estoy preparado para ayudaros a llevar vuestra
cruz. Yo estaré con vosotros en las fatigas de vuestro ministerio y en la hora
de las persecuciones; y no pereceréis, no sucumbiréis, aunque lo parezca a los
que ven las cosas con los ojos del mundo.
Sentiréis peso, aflicción,
cansancio, seréis torturados, pero mi gozo estará en vosotros, porque os ayudaré en todo.
En verdad os digo que, cuando
tengáis como Amigo al Amor, comprenderéis que todas las cosas sufridas y vividas por amor a mí se hacen
ligeras, aun las duras torturas del mundo. Porque para aquel que reviste todas
sus acciones -
voluntarias o impuestas- de
amor, el yugo de la vida y del mundo se le transforman en yugo recibido de
Dios, recibido de mí.
Y os repito que mi carga está
siempre proporcionada a vuestras fuerzas y que mi yugo es ligero, porque Yo os
ayudo a llevarlo.
Sabéis que el mundo no sabe amar. Pero vosotros, de ahora en
adelante, amad al mundo con amor sobrenatural, para
enseñarle a amar. Y si os dicen, al veros perseguidos:
"¿Así os ama Dios?, ¿haciéndoos sufrir?, ¿dándoos dolor? Entonces no merece
la pena ser de Dios", responded:
"El dolor no viene de Dios.
Pero Dios lo permite. Nosotros sabemos el motivo de ello y nos gloriamos de
tener la parte que tuvo Jesús Salvador, Hijo de Dios".
Responded:
"Nos gloriamos si nos clavan en
la cruz, nos gloriamos de continuar la Pasión de nuestro Jesús".
Responded con las palabras de
la Sabiduría (Sabiduría 2, 23-24):
"La muerte y el dolor entraron en el
mundo por envidia del demonio. Pero Dios no es autor de la muerte ni del dolor,
ni se goza del dolor de los vivientes. Todas sus cosas son vida y todas son
salutíferas".
Responded: “Al presente parecemos perseguidos y
vencidos, pero en el día de Dios, cambiadas las tornas, nosotros, justos,
perseguidos en la Tierra, estaremos gloriosos frente a los que nos vejaron y
despreciaron".
Pero decidles también:
"¡Venid
a nosotros! Venid a la Vida y a la Paz. Nuestro Señor no quiere vuestra perdición,
sino vuestra salvación.
Por esto ha entregado a su
Hijo predilecto, para la salvación de todos vosotros".
Y alegraos de participar en
mis padecimientos para poder estar después conmigo en la gloria.
"Yo seré vuestra desmesurada
recompensa" promete en Abraham (Génesis
15, 1) el Señor a todos sus siervos fieles.
Sabéis cómo se conquista el Reino
de los Cielos: con la fuerza; y a él se llega a través de muchas tribulaciones.
Pero el que persevere como Yo he perseverado estará donde estoy Yo.
Ya os he dicho cuál es el
camino y la puerta que llevan al Reino de los Cielos, y Yo he sido el primero
en caminar por ese camino y en volver al Padre por esa puerta.
Si existieran otros os los
habría mostrado, porque siento compasión de vuestra debilidad de hombres. Pero
no existen otros... Al señalároslos como único
camino y única puerta,
también os digo, os repito, cuál es la medicina que da fuerza para recorrerlo y
entrar. Es el amor. Siempre el
amor. Todo se hace posible cuando en nosotros está el amor. Y el Amor, que os
ama, os dará todo el amor, si pedís en mi Nombre tanto amor como para para haceros atletas en la santidad.
Ahora vamos a darnos el beso
de despedida, amigos míos queridísimos.
Se pone en pie para
abrazarlos. Todos hacen lo mismo. Pero, mientras que Jesús tiene una sonrisa
pacífica de una
hermosura verdaderamente
divina, ellos lloran, llenos de turbación, y Juan, echándose sobre el pecho de
Jesús, en medio de los fuertes espasmos a causa de los sollozos que le rompen
el pecho de tan lacerantes como son, solicita, por todos, intuyendo el deseo de
todos:
-¡Danos al menos tu Pan! ¡Que
nos fortalezca en este momento!
-¡Así sea! - le responde
Jesús.
Entonces toma un pan, lo
parte después de haberlo ofrecido y bendecido, y repite las palabras rituales.
Y lo mismo hace con el vino, repitiendo después:
-Haced esto en memoria mía - añadiendo:
-De
mí que os he dejado esta arra de mi amor para seguir estando y estar siempre
con vosotros hasta que vosotros estéis conmigo en el Cielo.
Los bendice y dice:
-Y ahora vamos.
Salen de la habitación, de la
casa...
Jonás, María y Marco están
afuera. Se arrodillan y adoran a Jesús.
-La paz permanezca con
vosotros, y el Señor os compense de todo lo que me habéis dado - dice Jesús
bendiciéndolos al pasar.
Marcos se alza y dice:
-Señor, los olivares que hay
a lo largo del camino de Betania están llenos de discípulos que te esperan.
-Ve a decirles que se dirijan
al Campo de los Galileos.
Marcos se echa a correr con
toda la velocidad de sus jóvenes piernas.
-Entonces, han venido todos -
dicen entre sí los apóstoles.
Más allá, sentada entre
Margziam y María Cleofás, está la Madre del Señor. Y, viéndolo acercarse, se
levanta, y lo adora con todo el impulso de su corazón de Madre y de fiel.
-Ven, Madre, y también tú,
María... - invita Jesús al verlas paradas, paralizadas por la majestad que,
resplandeciente,
emana como en la mañana de la
Resurrección. Jesús no quiere apabullar con esta majestad suya, así que,
afablemente, pregunta a María de Alfeo:
-¿Estás sola?
-Las otras... las otras están
adelante... con los pastores y... con Lázaro y toda su familia... Pero nos han
dejado a nosotras aquí, porque... ¡oh, Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!... ¿Cómo
soportaré el no verte, Jesús bendito, Dios mío, yo que te quise incluso antes de
que nacieras y que tanto lloré por ti cuando no sabía dónde estabas después de
la matanza... yo que tenía mi sol, y todo, todo mi bien en tu sonrisa desde que
volviste?... ¡Oh, cuánto bien! ¡Cuánto bien me has dado!... ¡Ahora sí que voy a
ser verdaderamente pobre, viuda, ahora sí que voy a estar verdaderamente
sola!... ¡Estando Tú, teníamos todo!... Aquella tarde creí conocer todo el
dolor... Pero el propio dolor, todo aquel dolor de aquel día, me había ofuscado
y... sí, era menos fuerte que
ahora... Y además... estaba
el hecho de que ibas a resucitar. Me parecía no creerlo, pero ahora me doy
cuenta de que sí lo creía, porque no sentía lo que siento ahora... - llora, y,
tanto la ahoga el llanto, que jadea.
-María buena, verdaderamente
te afliges como un niño que crea que su madre ya no lo quiere y que lo haya abandonado
por haber ido a la ciudad (a comprarle regalos que lo harán feliz, y pronto
volverá a él para cubrirlo de caricias y
regalos). ¿No es esto, acaso,
lo que Yo hago contigo? ¿No voy a prepararte la alegría? ¿No voy para volver y
decirte: "Ven, pariente y discípula mía amada, madre de mis amados
discípulos"? ¿No te dejo mi amor? ¡Te
doy mi amor, María! ¡Bien sabes que te quiero! No llores así. Exulta, más
bien, porque ya no me verás vilipendiado y fatigado, ni perseguido, ni sólo
rico del amor de pocos. Y con mi amor te dejo a mi Madre. Juan será para ella
hijo. Tú sé para Ella buena hermana, como siempre. ¿Lo ves? Mi Madre no llora.
Sabe que, si bien la
nostalgia de mí será la lima que consumirá su corazón, la espera será en todo
caso breve
respecto a la gran alegría de
una eternidad de unión, y sabe también que esta-separación nuestra no será tan
absoluta que le haga exclamar: "Ya no tengo Hijo". Ése fue el grito
de dolor del día del dolor. Ahora en su corazón canta la esperanza: "Sé
que mi Hijo sube al Padre, pero no me dejará sin sus espirituales amores".
Créelo así también tú, y todos... Ahí están los otros y las otras. Ahí están
mis pastores.
Las caras de Lázaro y sus
hermanas, en medio de todos los domésticos de Betania, y la cara de Juana,
semejante a una
rosa bajo un velo de lluvia,
y las de Elisa y Nique, ya marcadas por la edad (y ahora las arrugas se hacen
más profundas a causa del dolor: dolor de cualquier modo, para la criatura
humana, aunque el alma se alegre por el triunfo del Señor), y la cara de Anastática,
y las caras de azucena de las primeras vírgenes, y el ascético rostro de Isaac,
y el inspirado de Matías, y el rostro viril de Manahén, y los austeros de José
y Nicodemo... Caras, caras, caras...
Jesús llama a los pastores, a
Lázaro, a José, a Nicodemo, a Manahén, a Maximino y a los otros de los setenta
y dos
discípulos. Les dice que se
acerquen, pero quiere tener especialmente cerca a los pastores. Dice a éstos:
-Venid aquí. Vosotros, que
estuvisteis junto al Señor cuando vino del Cielo, y que os inclinasteis ante su
anonadamiento, estad ahora cerca del Señor cuando vuelve al Cielo, exultando en
vuestro espíritu por su glorificación.
Habéis merecido este puesto
porque habéis sabido creer contra toda circunstancia desfavorable y habéis
sabido sufrir por vuestra fe. Os doy las gracias por vuestro amor fiel.
A todos os doy las gracias.
A
ti, Lázaro amigo.
A
ti, José, y a ti. Nicodemo, compasivos con el Cristo cuando serlo podía significar
un gran peligro.
A
ti, Manahén, que por ir por mi camino has sabido despreciar los sucios favores
de un inmundo.
A
ti, Esteban, florida corona de justicia, que has dejado lo imperfecto por lo
perfecto y serás coronado con una corona que todavía no conoces pero que te
será anunciada por los ángeles.
A
ti, Juan, por breve tiempo hermano mío en el pecho purísimo, y venido a la Luz
más que a la vista.
A ti, Nicolái, que, siendo prosélito, has
sabido consolarme por el dolor de los hijos de esta nación.
Y
a vosotras, discípulas buenas, y más fuertes que Judit, sin por ello dejar de
ser dulces.
Y
a ti, Margziam, niño mío, que tomarás a partir de ahora el nombre de Marcial,
para memoria del niño romano matado en el camino y puesto delante de la
cancilla de Lázaro con el rótulo de desafío:
"Y
ahora di al Galileo que te resucite, si es el Cristo y si ha resucitado", último de los inocentes que en Palestina
perdieron la vida por servirme a mí aun inconscientemente, y primero de los
inocentes de todas las naciones, de los inocentes que, por haberse acercado a
Cristo, serán odiados y recibirán prematura muerte, como capullos de flores
arrancados de su tallo antes de abrirse.
Que este nombre, Marcial, te señale tu destino
futuro: sé apóstol en tierras bárbaras y conquístalas para tu Señor, como mi
amor conquistó al niño romano para el Cielo.
A
todos, a todos os bendigo en este adiós, invocando al Padre, invocando para
vosotros la recompensa de los que han consolado el doloroso camino del Hijo del
hombre.
Bendita
sea la Humanidad en esa porción selecta suya, que está en los judíos y está en
los gentiles, y que se ha
manifestado
en el amor que ha tenido hacia mí.
Bendita
sea la Tierra con sus hierbas y sus flores; benditos sus frutos, que me
procuraron delicia y alimento muchas
veces.
Bendita sea la Tierra con sus aguas y con su
calor, por las aves y los animales, que muchas veces superaron al hombre en confortar
al Hijo del hombre.
Bendito
seas tú, Sol, bendito seas tú, mar, benditos seáis vosotros, montes, colinas,
llanuras; benditas vosotras, estrellas que me habéis acompañado en la nocturna
oración y en el dolor. Y tú, Luna, que has sido luz para mis pasos durante mi
peregrinaje de Evangelizador.
Benditas
seáis todas, todas vosotras, criaturas, obras del Padre mío, compañeras mías en
este tiempo mortal, amigas de Aquel que había dejado el Cielo para quitar a la
atribulada Humanidad las espinas de la Culpa que separa de Dios.
(Con su última
bendición - dirá la Madre Santísima –
Jesús devolvió bondad y santidad a todas las cosas de la Creación)
¡Benditos
seáis también vosotros, instrumentos inocentes de mi tortura: espinas, metales,
madera, cuerdas trenzadas, porque me habéis ayudado a cumplir la Voluntad del
Padre mío!
¡Qué voz tan resonante tiene
Jesús! Se expande por el aire templado y sereno como voz de bronce golpeado; se
propaga en ondas sobre el mar de rostros que lo miran desde todas las
direcciones.
Yo digo que constituyen
centenares las personas que rodean a Jesús, que sube con aquellos a quienes más
quiere hacia la cima del Monte de los Olivos.
Pero Jesús, al llegar al
principio del Campo de los Galileos, despoblado de tiendas en este período
situado entre las dos fiestas, ordena a los discípulos:
-Detened a la gente donde
está. Luego seguidme.
Sigue subiendo, hasta el
lugar más alto del monte, el lugar más próximo a Betania, a la que domina -no a
Jerusalén desde arriba. Arrimados a Él, su Madre, los apóstoles, Lázaro, los
pastores y Margziam.
Más allá, en semicírculo,
manteniendo a distancia a la muchedumbre de los fieles, los otros discípulos.
Jesús está en pie sobre una
ancha piedra un poco prominente y albeante entre la hierba verde de un claro.
El sol incide en Él, haciendo
blanquear, cual si fuera nieve, su túnica; relucir, cual si fueran de oro, sus
cabellos.
Sus ojos centellean con luz divina.
Abre los brazos en ademán de
abrazar: parece querer estrechar contra su pecho a todas las multitudes de la
Tierra, que su espíritu ve representadas en esa muchedumbre.
Su inolvidable, inimitable
voz da la última orden:
-¡Id!
Id en mi Nombre, a evangelizar a las gentes hasta los extremos confines de la
Tierra.
Dios
esté con vosotros.
Que
su amor os conforte, su luz os guíe, su paz more en vosotros hasta la vida
eterna.
Se transfigura en belleza.
¡Hermoso! Tanto y más hermoso que en el Tabor. Caen todos de rodillas,
adorando.
Él, elevándose ya de la
piedra en que se apoyaba, busca una vez más el rostro de su Madre, y su sonrisa
alcanza una potencia que nadie podrá jamás representar... Es su último adiós a
su Madre.
Sube, sube... El Sol, aún más
libre para besarlo -ahora que no hay frondas, ni siquiera sutiles, que
intercepten el camino de sus rayos-, incide con sus resplandores sobre el
Dios-Hombre que asciende con su Cuerpo santísimo al Cielo, y evidencia sus Llagas
gloriosas, que resplandecen como rubíes vivos.
El resto es un perlado
sonreír de luces. Es verdaderamente la Luz que se manifiesta en lo que es, en
este último instante como en la noche natalicia. Centellea la Creación con la
luz del Cristo que asciende.
Una luz que supera a la del
Sol.
Una luz sobrehumana y
beatísima.
Una luz que desciende del
Cielo al encuentro de la Luz que asciende... Y
Jesucristo, el Verbo de Dios, desaparece para la vista de los hombres en este
océano de esplendores...
En la tierra, dos únicos
ruidos en el silencio profundo de la muchedumbre extática: el grito de María
cuando El desaparece:
« ¡Jesús!», y el llanto de Isaac. Los demás
están enmudecidos por religioso estupor, y permanecen allí, como en espera de
algo, hasta que dos luces angélicas candidísimas, en forma mortal, aparecen y
dicen las palabras recogidas en el primer capítulo de los Hechos Apostólicos:
-Hombres
de Galilea, ¿por qué estáis mirando al Cielo?
Este Jesús, que os ha sido ahora arrebatado y
que ha sido elevado al Cielo, su eterna morada, vendrá del Cielo, en su debido
tiempo, tal y como ahora se ha marchado.
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