¿Quién soy yo,
para que la madre de mi Señor venga a visitarme?"
(Lc 1, 43)
La Visitación de María Santísima
A Su Prima Santa Isabel
Fiesta: 31 de mayo
«Dichosa tú, que has
creído».
"Bendita tú entre las mujeres...
(Lc 1, 42)
María
fue llamada dichosa, no por el hecho de ser Madre de Dios, sino por su fe.
Adelantándose
al coro de todas las generaciones venideras, Santa Isabel movida por el
Espíritu Santo, proclama bienaventurada a la Madre del Señor y alaba su fe. No
ha habido fe como la de María; en Ella tenemos el modelo más acabado de cuáles
han de ser las disposiciones de la criatura ante su Creador: sumisión
completa, acatamiento pleno. Con su fe, María es el
instrumento escogido por el Señor para llevar a cabo la Redención como
Mediadora universal de todas las gracias.
La Virgen María (después de la encarnación del Verbo en su seno,
visita a su prima Isabel que esperaba un niño
(San Juan Bautista).
Isabel
reconoce a la Virgen como:
"La Madre De Mi Señor".
Lucas
1:39-46
En
aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la
región
montañosa, a una ciudad de Judá; entró
en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Y
sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó
de
gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: «Bendita
tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor
venga a mí? Porque, apenas llegó a mis
oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las
cosas que le fueron dichas de parte del Señor!»
Y
dijo María: «Glorifica mi alma al Señor (magníficat)...
La
celebración de la fiesta es iniciativa de San Buenaventura, franciscano, en el
1263.
El
Papa Urbano VI (reinó del 1378-89), la extendió a toda la Iglesia, pidiendo el
fin del cisma que sufría la Iglesia.
San Juan Bautista, aunque fue concebido en pecado (el pecado original)
como los demás hombres, sin embargo nació sin él porque fue santificado en las
entrañas de su madre Santa Isabel ante la presencia de Jesucristo (entonces en
el seno de María) y de la Santísima Vírgen.
Al
recibir este beneficio divino San Juan manifiesta su alegría saltando de gozo
en el seno. Estos hechos fueron el cumplimiento de la profecía del arcángel San
Gabriel.
Mensajes De Dios Al
Mundo a Través de su profeta: Ana Catalina Emmerick
La Visitación de María Santísima
A Su Prima Santa Isabel
Cuando el
ángel anunció a María el misterio de la Encarnación, le dijo también que su
pariente Isabel había concebido un hijo en su vejez, y ya estaba de seis meses
aquella a quien llamaban estéril.
Luego que
María Santísima oyó del Ángel Gabriel que su prima Isabel también esperaba un
hijo, sintióse iluminada por el Espíritu Santo y comprendió que debería ir a
visitar a aquella familia y ayudarles y llevarles las gracias y bendiciones del
Hijo de Dios que se había encarnado en Ella. San Ambrosio anota que fue María
la que se adelantó a saludar a Isabel puesto que es la Virgen María la que
siempre se adelanta a dar demostraciones de cariño a quienes ama.
Lucas 1, 39-45. Adviento.
Estas dos Santas mujeres viven y comparten el mayor secreto que
pueda Dios comunicar a los hombres.
Algunos días después de la
Anunciación del Ángel a María, José volvióse a Nazaret e hizo ciertos arreglos
en la casa para poder ejercer su oficio y quedarse, pues hasta entonces sólo
había permanecido dos días allí.
Nada sabía del misterio de la
Encarnación del Verbo en María.
Ella era la Madre de Dios y
era la sierva del Señor, y guardaba humildemente el secreto.
Cuando
la Virgen sintió que el Verbo se había hecho carne en ella, tuvo un gran deseo
de ir a Juta, cerca de Hebrón, para visitar a su prima Isabel, que según, las
palabras del ángel hallábase encinta desde hacía seis meses.
Acercándose el tiempo en que
José debía ir a Jerusalén, para la fiesta de Pascua, quiso acompañarle con el
fin de asistir a Isabel durante su embarazo.
José, en compañía de la
Virgen Santísima, se puso en camino para Juta.
El camino se dirigía al
Mediodía. Llevaban un asno sobre el cual montaba María de vez en cuando. Este
asno tenía atada al cuello una bolsa perteneciente a José, dentro de la cual
había un largo vestido pardo con una especie de capuz.
María se ponía este traje
para ir al Templo o a la sinagoga. Durante
el viaje usaba una túnica
parda de lana, un vestido gris con una faja por encima, y cubría su cabeza una
cofia amarilla. Viajaban con bastante rapidez.
Después de haber atravesado
la llanura de Esdrelón, los vi trepar una altura y entrar en la ciudad, de
Dotan, en casa de un amigo del padre de José.
Este era un hombre bastante
acomodado, oriundo de Belén.
El padre de José lo llamaba
hermano a pesar de no serlo: descendía de David por un antepasado que también
fue rey, según creo, llamado Ela, o Eldoa o Eldad, pues no recuerdo bien su
nombre.
Dotan era una ciudad de
activo comercio.
Luego los vi pernoctar bajo un cobertizo.
Estando aún a doce leguas de
la casa de Zacarías pude verlos otra
noche en medio de un bosque,
bajo una cabaña de ramas toda cubierta de hojas verdes con hermosas flores
blancas.
Frecuentemente se ven en este
país al borde de los caminos esas glorietas hechas de ramas y de hojas y
algunas construcciones más sólidas en las cuales los viajeros pueden pernoctar o
refrescarse, y aderezar y cocer los alimentos que llevan consigo.
Una familia de la vecindad se encarga de la
vigilancia de varios de estos lugares y proporciona las cosas necesarias
mediante una pequeña retribución.
No fueron directamente de Jerusalén a Juta.
Con el fin de viajar en la
mayor soledad dieron una vuelta por tierras del Este, pasando al lado de una
pequeña ciudad, a dos leguas de Emaús y tomando los caminos por donde Jesús
anduvo
durante sus años de
predicación.
Más tarde tuvieron que pasar
dos montes, entre los cuales los vi descansar una vez comiendo pan, mezclando con
el agua parte del bálsamo que habían recogido durante el viaje.
En esta región el país es muy
montañoso.
Pasaron junto a algunas
rocas, más anchas en su parte superior que en la base; había en aquellos lugares
grandes cavernas, dentro de las cuales se veían toda clase de piedras curiosas.
Los valles eran muy fértiles.
Aquel camino los condujo a
través de bosques y de páramos, de prados y de campos.
En un lugar bastante cerca
del final del viaje noté particularmente una planta que tenía pequeñas y
hermosas hojas verdes y racimos de flores formados por nueve campanillas
cerradas de color de rosa.
Tenía allí algo en qué debía ocuparme;
pero he olvidado de qué se trataba.
La casa de Zacarías estaba
situada sobre una colina, en torno de la cual había un grupo de casas. Un
arroyo torrentoso baja de la colina. Me pareció que era el momento en que
Zacarías volvía a su casa desde Jerusalén, pasadas las fiestas de Pascua.
He visto a Isabel caminando,
bastante alejada de su casa, sobre el camino de Jerusalén, llevada por un ansia
inquieta e indefinible.
Allí la encontró Zacarías,
que se espantó de verla tan lejos de la casa en el estado en que se encontraba.
Ella dijo que estaba muy agitada, pues la perseguía el pensamiento de que su
prima María de Nazaret estaba en camino para visitarla. Zacarías trató de
hacerle comprender que desechase tal idea, y, por signos y escribiendo en una
tablilla, le decía cuan poco verosímil era que una recién casada emprendiera viaje
tan largo en aquel momento.
Juntos volvieron a su casa.
Isabel no podía desechar esa idea fija,
habiendo sabido en sueños que
una mujer de su misma sangre se había convertido en Madre del Verbo eterno, del
Mesías prometido.
Pensando en María concibió un
deseo muy grande de verla, y la vio, en efecto, en espíritu que venía hacia
ella. Preparó en su casa, a la derecha de la entrada, una pequeña habitación
con asientos y aguardó allí al día siguiente, a la expectativa, mirando hacia
el camino por si llegaba María.
Pronto se levantó y salió a su
encuentro por el camino.
Isabel era una mujer alta, de
cierta edad: tenía el rostro pequeño y rasgos bellos; la cabeza la llevaba
velada.
Sólo conocía a María por las
voces y la fama.
María, viéndola a cierta
distancia, conoció que era ella Isabel y se
apresuró a ir a su encuentro,
adelantándose a José que se quedó discretamente a la distancia.
Pronto estuvo María entre las primeras casas
de la vecindad,
cuyos habitantes,
impresionados por su extraordinaria belleza y
conmovidos por cierta
dignidad sobrenatural que irradiaba toda su persona, se retiraron
respetuosamente en el momento de su encuentro con Isabel.
Se saludaron amistosamente
dándose la mano. En aquel momento vi un punto luminoso en la Virgen Santísima y
como un rayo de luz que partía de allí hacia Isabel, la cual recibió una
impresión maravillosa.
No se detuvieron en presencia
de los hombres, sino que, tomándose del brazo, se dirigieron a la casa por el
patio interior.
En el umbral de la puerta Isabel dio
nuevamente la bienvenida a María y luego entraron en la casa.
José llegó al patio
conduciendo al asno, que entregó a un servidor y fue a buscar a Zacarías en una
sala abierta sobre el costado de la casa. Saludó con mucha humildad al anciano
sacerdote, el cual lo abrazó cordialmente y conversó con él por medio de la
tablilla sobre la que escribía, pues había quedado mudo desde que el ángel se
le había aparecido en el Templo.
María e Isabel, una vez que
hubieron entrado, se hallaron en un cuarto que me pareció servir de cocina.
Allí se tomaron de los brazos. María saludó a Isabel muy cordialmente y las dos
juntaron sus mejillas. Vi entonces que algo luminoso irradiaba desde María
hasta el interior de Isabel, quedando ésta toda iluminada y profundamente
conmovida, con el corazón agitado por santo
regocijo.
Se retiró Isabel un poco
hacia atrás, levantando la mano y, llena de
humildad, de júbilo y
entusiasmo, exclamó:
"Bendita
eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre.
¿Pero
de dónde a mí tanto favor que la Madre de mi Señor venga a visitarme?... Porque
he aquí que como llegó la voz de tu salutación a mis oídos, la criatura que
llevo se estremeció de alegría en mi interior. ¡Oh, dichosa tú, que has creído;
lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!"
Después de estas palabras
condujo a María a la pequeña habitación preparada, para que pudiera sentarse y
reposar de las fatigas del viaje.
Sólo había que dar unos pasos
para llegar hasta allí.
María dejó el brazo de Isabel, cruzó las manos
sobre el pecho y empezó el cántico del Magníficat:
"Mi alma glorifica al Señor;
y mi espíritu se alegró en Dios
mi Salvador.
Porque miró a la bajeza de su
sierva; porque he aquí que desde ahora me llamarán bienaventurada
todas las generaciones.
Porque ha hecho grandes cosas
conmigo el Todopoderoso;
y santo es; su nombre.
Y su misericordia es de
generación en generación
A los que le temen.
Hizo valentías con su brazo;
Esparció a los soberbios en el
pensamiento de su corazón.
Quitó a los poderosos de los
tronos
y levantó a los humildes,
A los hambrientos hinchó de
bienes
y a los ricos envió vacíos.
Socorrió a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia.
Como habló a nuestros padres, a
Abrahán
y a su simiente, para
siempre".
Isabel
repetía en voz baja el Magníficat con el mismo impulso de inspiración de María.
Luego se sentaron en asientos
muy bajos, ante una mesita de
poca altura. Sobre ésta había
un vaso pequeño.
¡Qué dichosa me sentía yo,
porque repetía con ellas todas las oraciones, sentada muy cerca de María! ¡Qué
grande era entonces mi felicidad!
En casa de Zacarías e Isabel
José y Zacarías están juntos
conversando acerca del Mesías, de su próxima venida y de la realización de las
profecías.
Zacarías era un anciano de
alta estatura y hermoso cuando estaba vestido de sacerdote.
Ahora responde siempre por
signos o escribiendo en su tablilla.
Los veo al lado de la casa en
una sala abierta al jardín.
María e Isabel están sentadas
sobre una alfombra en el huerto, bajo un árbol grande, detrás del cual hay una
fuente por donde se escapa el agua cuando se retira la compuerta.
En todo el contorno veo un
prado cubierto de césped, de flores y de árboles con pequeñas ciruelas
amarillas.
Están juntas comiendo frutas y
panecillos sacados de la alforja de José. ¡Qué simplicidad y qué conmovedora
frugalidad!
En la casa hay dos criados y dos mozos de
servicio: los veo ir y venir preparando alimentos en una mesa, debajo dé un
árbol.
Zacarías y José se acercan y
comen también algo.
José quería volverse de
inmediato a Nazaret; pero tendrá que quedarse ocho días allí.
No sabe nada aún del estado
de embarazo de María.
Isabel y María habían guardado silencio sobre
esto, manteniendo entre ellas una armonía secreta y profunda, que las unía
íntimamente.
Varias veces al día,
especialmente antes de las comidas, cuando todos se hallaban reunidos, las
santas mujeres decían una especie de Letanías.
José oraba con ellas.
Pude ver una cruz que aparecía entre las dos
mujeres, a pesar de no existir aún la cruz: aquello era como si dos cruces se
hubiesen visitado.
Ayer, por la tarde, se juntaron todos para
comer, quedándose hasta la medianoche sentados a la luz de una lámpara, bajo el
árbol del jardín.
Vi luego a José y a Zacarías
solos en su oratorio, y a María y a Isabel en su pequeña habitación, una frente
a la otra, de pie, absortas y extáticas, diciendo juntas el cántico del
Magníficat.
Además del vestuario
mencionado, la Virgen usaba algo parecido a un velo negro transparente, que
bajaba sobre el rostro cuando debía hablar con los hombres.
Hoy Zacarías condujo a José a otro jardín
retirado de su casa.
Zacarías era un hombre muy
ordenado en todas sus cosas.
En este huerto abundan árboles con frutas
hermosas de todas clases: está muy bien cuidado, atravesado por una larga
enramada, bajo la cual hay sombra; en su extremidad hay una glorieta escondida
cuya puerta se abre por un costado.
En lo alto de esta casa se
ven aberturas cerradas con bastidores; dentro hay un lecho de reposo, hecho de
esteras, de musgos o de otras hierbas.
Vi allí dos estatuas blancas
del tamaño de un niño: no sé cómo se encuentran allí ni qué representan. Yo las
hallaba parecidas a Zacarías y a Isabel, de cuando serían más jóvenes.
Hoy por la tarde vi a María y
a Isabel ocupadas en la casa. La Virgen tomaba parte en los quehaceres
domésticos y preparaba toda clase de prendas para el esperado niño.
Las he visto trabajando
juntas: tejían una colcha grande destinada al lecho de Isabel, para cuando
hubiera dado a luz.
Las mujeres judías usaban
colchas de esta clase, las cuales tenían en el centro una especie de bolsillo
dispuesto de tal manera que la madre podía envolverse completamente en él con
su niño.
Encerrada allí dentro y
sostenida mediante almohadas podía sentarse o tenderse según su voluntad. En el
borde de la colcha
había flores bordadas y
algunas sentencias.
Isabel y María preparaban también
toda clase de objetos para regalarlos a los pobres cuando naciera la criatura.
Vi a santa Ana durante la ausencia de María y
de José, enviar a
menudo su criada a la casa de
Nazaret para ver si todo seguía en orden allí.
Una vez la vi ir allá sola.
Zacarías fue con José a
pasear al campo. La casa se hallaba sobre una colina y es la mejor de toda esa
región; otras casitas veo dispersas alrededor.
María se encuentra sola, un
tanto fatigada, en la casa con Isabel.
He visto a Zacarías y a José
pasar la noche en el jardín situado a alguna distancia de la casa.
Unas veces los vi durmiendo
en la glorieta, otras, orando a
la intemperie. Volvieron al
amanecer.
He visto a Isabel y a María dentro de la casa.
Todas las mañanas y las noches repiten el Magníficat, inspirado a María por el
Espíritu Santo, después de la salutación de Isabel.
La salutación del ángel fue
como una consagración que hacía el templo de María Santísima a Dios.
Cuando pronunció aquellas
palabras:
"He aquí la sierva del
Señor; hágase en mí según tu palabra", el Verbo divino, saludado por la Iglesia y
saludado por su sierva, entró en ella.
Desde entonces, Dios estuvo en
su templo y María fue el templo y el Arca de la Alianza del Nuevo Testamento.
La
salutación de Isabel y el alborozo de Juan en el seno de su madre, fueron el
primer culto rendido ante aquel Santuario.
Cuando la Virgen entonó el
Magníficat, la Iglesia de la Nueva Alianza, del nuevo matrimonio, celebró por
primera vez el cumplimiento de las promesas divinas de la Antigua Alianza, del
antiguo matrimonio, recitando, en acción de gracias, un Te Deum laudamus.
¡Quién
pudiera expresar dignamente la emoción de este homenaje rendido por la Iglesia
a su Salvador, aún antes de su nacimiento!
Esta noche, mientras veía
orar a las santas mujeres, tuve varias intuiciones y explicaciones relativas al
Magníficat y al acercamiento del Santo Sacramento en la actual situación de la
Santísima Virgen.
Mi estado de sufrimiento y mis
numerosas molestias me han hecho olvidar casi todo lo que he podido ver.
En el momento del pasaje del
cántico: "Hizo
valentías con su brazo", vi diferentes cuadros figurativos
del Santísimo Sacramento del Altar en el Antiguo Testamento.
Había allí, entre otros, un
cuadro de Abrahán sacrificando a Isaac, y de Isaías anunciando a un rey
perverso algo de que éste se burlaba, y que he olvidado. Vi muchas cosas desde
Abrahán hasta Isaías, y desde éste hasta María Santísima. Siempre veía el
Santísimo Sacramento acercándose a la Iglesia de Jesucristo, quien reposaba
todavía en el seno de su Madre.
Hace mucho calor allí donde
está María en la tierra prometida.
Todos se van al jardín donde
está la casita. Primero Zacarías y José, luego Isabel y María.
Han tendido un toldo bajo un
árbol como para hacer una tienda de
campaña.
Hacia un lado veo asientos
muy-bajos con respaldos.
Anoche vi a Isabel y a María
que iban al jardín un tanto alejado de la casa de Zacarías. Llevaban frutas y
panecillos dentro de unas cestas y parecía que querían pasar la noche en ese
lugar.
Cuando José y Zacarías volvieron más tarde, vi
a María que les salía al encuentro. Zacarías tenía su tablilla, pero la luz era
insuficiente para que pudiera escribir y vi que María impulsada por
el Espíritu Santo le anunció
que esa misma noche habría de hablar y que podía dejar su tablilla, ya que
pronto podría conversar con José y rezar junto a él.
Tanto me sorprendió esto que
yo, sacudiendo la cabeza, no quise admitirlo; pero mi Ángel de la Guarda, o mi
guía espiritual, que siempre me acompaña, díjome, haciéndome una señal para que
mirase a otra parte:
"¿No, quieres creer
esto? Pues mira lo que sucede allí".
Mirando hacia el lado que me
indicaba vi un cuadro totalmente distinto, de época muy posterior.
Vi
al santo ermitaño Goar en un lugar donde el trigo había sido cortado.
Hablaba
con los mensajeros de un obispo mal dispuesto con él y aún aquellos hombres no
le tenían afecto. Cuando los hubo acompañado hasta su casa lo vi buscando un
gancho cualquiera para poder colgar su capa.
Como
viera un rayo de sol que entraba por la abertura del muro, en la simplicidad de
su fe colgó su capa de aquel rayo y ella quedó suspendida allí en el aire.
Me admiró tanto este prodigio
que ya no me asombré de oír hablar a Zacarías, puesto que aquella gracia le
llegaba por intermedio de María Santísima, dentro de la cual habitaba el mismo
Dios.
Mi guía me habló entonces de aquello
a que se da el nombre de milagro. Entre otras cosas recuerdo que me dijo:
"Una
confianza total en Dios, con la simplicidad de un niño, da a todas las cosas el
ser y la substancia".
Estas palabras me aclararon
acerca de todos los milagros, aunque no puedo explicarme esto con claridad.
Vi a los cuatro santos
personajes pasar la noche en el jardín: se sentaron y comieron algunas cosas.
Luego los vi caminar de dos
en dos, orar juntos y entrar alternativamente en la glorieta para descansar en
ella.
Supe también que después del
sábado, José se volvería a Nazaret y que Zacarías lo acompañaría un trecho de
camino.
Había un hermoso claro de luna y el cielo
estaba muy puro.
"Misterios del "Magníficat”
Durante la oración de las dos
santas mujeres vi una parte del misterio relacionado con el Magníficat.
Debo volver a ver todo esto
el sábado, víspera de la octava de la fiesta y entonces podré decir algo más.
Ahora sólo puedo comunicar lo
siguiente: el Magníficat es el cántico de acción de gracias por el
cumplimiento de la bendición misteriosa de la Antigua Alianza.
Durante la oración de María
vi sucesivamente a todos sus antepasados.
Había en el transcurso de los
siglos tres veces catorce parejas de esposos que se sucedían, en los cuales el
padre era siempre el vástago del matrimonio anterior.
De cada una de estas parejas vi salir un rayo
de luz dirigido
hacia María mientras se
hallaba en oración.
Todo el cuadro creció ante
mis ojos como un árbol con ramas luminosas, las cuales iban embelleciéndose cada
vez más, y por fin, en un sitio determinado de este árbol de luz, vi la carne y
la sangre purísimas e inmaculadas dé María, con las cuales Dios debía formar su
Humanidad, mostrándose en medio de un resplandor cada vez
más vivo. Oré entonces, llena
de júbilo y de esperanza, como un niño que viera crecer delante de sí el árbol
de Navidad.
Todo esto era una imagen de la
proximidad de Jesucristo en la carne y de su Santísimo Sacramento. Era como si
hubiese visto madurar el trigo para formar el pan de vida del que me hallara
hambrienta. Todo esto es inefable. No puedo decir cómo se formó
la, carne en la cual se
encarnó el mismo Verbo. ¿Cómo es posible esto a una criatura humana que todavía
se encuentra dentro de esa carne, de la cual el Hijo de Dios y de María ha
dicho que no sirve para nada y que sólo el espíritu vivifica?... También dijo
El, que
aquéllos que se nutren de su carne y de su sangre gozarán de la vida eterna y
serán resucitados por El en el último día.
Únicamente su carne y su sangre son el
alimento verdadero y tan sólo aquéllos que toman este alimento viven en El, y
El en ellos.
No puedo expresar cómo vi,
desde el comienzo, el acercamiento sucesivo de la Encarnación de Dios y con
ella la proximidad del Santo Sacramento del Altar, manifestándose de generación
en generación; luego una nueva serie de patriarcas representantes del Dios vivo
que reside entre los hombres en calidad de víctima y de alimento hasta su
segundo advenimiento en el último día, en la institución del sacerdocio que el
Hombre-Dios, el nuevo Adán,
encargado de expiar el pecado
del primero, ha trasmitido a sus apóstoles y éstos a los nuevos sacerdotes,
mediante la imposición de las manos, para formar así una sucesión semejante de sacerdotes
no interrumpida de generación en generación.
Todo
esto me enseñó que la recitación de la genealogía de Nuestro Señor ante el
Santísimo Sacramento en la fiesta del Corpus Christi, encierra un misterio muy
grande y muy profundo.
También aprendí por él que
así como entre los antepasados carnales de Jesucristo hubo algunos que no
fueron santos y otros que fueron pecadores, sin dejar de constituir por eso
gradas de la escala de Jacob, mediante las cuales Dios bajó hasta la Humanidad,
también los obispos indignos quedan capacitados para consagrar el Santísimo
Sacramento y para otorgar el sacerdocio a otros con todos los poderes que le
son inherentes.
Cuando se ven estas cosas se comprende por qué
los viejos libros alemanes llaman al Antiguo Testamento la Antigua Alianza o antiguo
matrimonio, y al Nuevo Testamento la Nueva Alianza o nuevo matrimonio.
La flor suprema del antiguo
matrimonio fue la Virgen de las vírgenes, la prometida del Espíritu Santo, la
muy casta Madre
del Salvador; el vaso
espiritual, el vaso honorable, el vaso insigne de devoción donde el Verbo se
hizo carne.
Con este misterio comienza el nuevo
matrimonio, la Nueva Alianza.
Esta
Alianza es virginal en el sacerdocio y en todos aquéllos que siguen al Cordero,
y en ella el Matrimonio es un gran sacramento: la unión de Jesucristo con su
prometida la Iglesia.
Para
poder expresar, en cuanto me sea posible, cómo me fue explicada la proximidad
de la Encarnación del Verbo y al mismo tiempo el acercamiento del Santísimo
Sacramento del Altar, sólo puedo repetir, una vez más, que todo esto apareció
ante mis ojos en una serie de cuadros simbólicos, sin que, a causa del estado
en que me encuentro, me sea posible dar cuenta de los detalles en forma
inteligible. Sólo puedo hablar en forma general.
He
visto primero la bendición de la promesa que Dios diera a nuestros primeros
padres en el Paraíso y un rayo que iba de esta bendición a la Santísima Virgen,
que se hallaba recitando el Magníficat con Isabel.
Vi
a Abrahán, que había recibido de Dios aquella bendición, y un rayo que
partiendo de él llegaba a la Santísima Virgen. Vi a los otros patriarcas que
habían llevado y poseído aquella cosa santa y siempre aquel rayo yendo de cada
uno de ellos hasta María.
Vi
después la transmisión de aquella bendición hasta Joaquín, el
cual,
gratificado con la más alta bendición venida del Santo de los Santos del
Templo, pudo convertirse por ello en el padre de la Santísima Virgen concebida
sin pecado.
Y
por último es en ella donde, por la intervención del Espíritu Santo, el Verbo, se
hizo carne.
En
ella, como en el Arca de la Alianza del Nuevo Testamento, el Verbo habitó nueve
meses entre nosotros, oculto a todas las miradas, hasta que habiendo nacido de
María en la plenitud de los tiempos, pudimos ver su gloria, como gloria del Hijo
único del
Padre,
lleno de gracia y de verdad.
Esta noche vi a la Santísima
Virgen dormir en su pequeña habitación, teniendo su cuerpo de costado, la
cabeza reclinada sobre el brazo.
Se hallaba envuelta en un
trozo de tela blanca, de la cabeza a los pies. Bajo su corazón vi brillar una
gloria luminosa en forma de pera rodeada de una pequeña llama de fulgor
indescriptible.
En Isabel brillaba también
una gloria, menos brillante, aunque más grande, de forma circular; la luz que
despedía era menos viva.
Ayer, viernes, por la noche,
empezando ya el nuevo día, pude ver en una habitación de la casa de Zacarías,
que aun no conocía, una lámpara encendida para festejar el Sábado.
Zacarías, José y otros seis
hombres, probablemente vecinos de la localidad, oraban de pie bajo la lámpara,
en torno de un cofre sobre el cual se hallaban rollos escritos. Llevaban paños
sobre la cabeza; pero al orar no hacían las contorsiones que hacen los judíos
actuales.
A menudo bajaban la cabeza y
alzaban los brazos al aire.
María, Isabel y otras dos mujeres se hallaban
apartadas, detrás de un tabique de rejas, en un sitio desde donde podían ver el
oratorio: llevaban mantos de oración y estaban veladas desde la cabeza a los
pies.
Luego de la cena del sábado
vi a la Virgen Santísima en su pequeña habitación recitando con Isabel el
Magníficat.
Estaban de pie contra el
muro, una frente a la otra, con las manos juntas sobre el pecho y los velos
negros sobre el rostro, orando, una después de la otra, como las religiosas en
el coro. Yo recité el Magníficat con ellas, y durante la segunda parte del
cántico pude ver, unos lejos y otros cerca, a algunos de los antepasados de
María, de los cuales partían como líneas luminosas que se dirigían hacia ella.
Vi aquellos rayos de luz saliendo de la boca de sus antepasados masculinos y
del corazón del otro sexo, para concluir en la gloria que estaba en María.
Creo que Abrahán, al recibir
la bendición que preparaba el advenimiento de la Virgen, habitaba cerca del
lugar donde María
recitó el Magníficat., pues
el rayo que partía de él llegaba hasta María desde un punto muy cercano,
mientras que los que partían de personajes mucho más cercanos en el tiempo,
parecían venir de muy lejos, de puntos más distantes.
Cuando terminaron el
Magníficat, que recitaban todos los días
por la mañana y por la noche,
desde la Visitación, se retiró Isabel, y vi a la Virgen entregarse al reposo.
Habiendo terminado la fiesta
del sábado los vi comer de nuevo el domingo por la noche. Tomaron su alimento
todos juntos en el jardín cercano a la casa. Comieron hojas verdes que
remojaban
en salsa. Sobre la mesa había
fuentes con frutas pequeñas y otros recipientes que contenían, creo, miel, que
tomaban con unas espátulas de asta.
En el misterio de la
Visitación,
El preludio de la misión del Salvador
Catequesis mariana
Santo Padre Juan Pablo II
2 de octubre de 1996
En el relato de la Visitación, san Lucas muestra cómo la gracia
de la Encarnación, después de haber inundado a María, lleva salvación y alegría
a la casa de Isabel. El Salvador de los hombres oculto en el seno de su Madre,
derrama el Espíritu Santo, manifestándose ya desde el comienzo de su venida al
mundo.
El evangelista, describiendo la salida de María hacia Judea, use
el verbo anístemi, que significa levantarse, ponerse en movimiento.
Considerando que este verbo se use en los evangelios pare indicar la
resurrección de Jesús (cf. Mc 8, 31; 9, 9. 31; Lc 24, 7.46) o acciones
materiales que comportan un impulso espiritual (cf. Lc 5, 27¬28; 15, 18. 20),
podemos suponer que Lucas, con esta expresión, quiere subrayar el impulso
vigoroso que lleva a María, bajo la inspiración del Espíritu Santo, a dar al
mundo el Salvador.
El texto evangélico refiere, además, que María realice el viaje
"con prontitud" (Lc 1, 39). También la expresión "a la región montañosa"
(Lc 1, 39), en el contexto lucano, es mucho más que una simple indicación
topográfica, pues permite pensar en el mensajero de la buena nueva descrito en
el libro de Isaías: "¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del
mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que
dice a Sión: 'Ya reina tu Dios'!" (Is 52, 7).
Así como manifiesta san Pablo, que reconoce el cumplimiento de
este texto profético en la predicación del Evangelio (cf. Rom 10, 15), así
también san Lucas parece invitar a ver en María a la primera evangelista, que
difunde la buena nueva, comenzando los viajes misioneros del Hijo divino.
La dirección del viaje de la Virgen santísima es particularmente
significativa: será de Galilea a Judea, como el camino misionero de Jesús (cf.
Lc 9, 51).
En efecto, con su visita a Isabel, María realiza el preludio de
la misión de Jesús y, colaborando ya desde el comienzo de su maternidad en la
obra redentora del Hijo, se transforma en el modelo de quienes en la Iglesia se
ponen en camino para llevar la luz y la alegría de Cristo a los hombres de
todos los lugares y de todos los tiempos.
El encuentro con Isabel presenta rasgos de un gozoso
acontecimiento salvífico, que supera el sentimiento espontáneo de la simpatía
familiar. Mientras la turbación por la incredulidad parece reflejarse en el
mutismo de Zacarías, María irrumpe con la alegría de su fe pronta y disponible:
"Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel" (Lc 1, 40).
San Lucas refiere que "cuando oyó Isabel el saludo de
María, saltó de gozo el niño en su seno" (Lc 1, 41). El saludo de María
suscita en el hijo de Isabel un salto de gozo: la entrada de Jesús en la casa
de Isabel, gracias a su Madre, transmite al profeta que nacerá la alegría que
el Antiguo Testamento anuncia como signo de la presencia del Mesías.
Ante el saludo de María, también Isabel sintió la alegría
mesiánica y "quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz,
dijo: 'Bendita tu entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno'" (Lc 1,
41¬42).
En virtud de una iluminación superior, comprende la grandeza de
María que, más que Yael y Judit, quienes la prefiguraron en el Antiguo
Testamento, es bendita entre las mujeres por el fruto de su seno, Jesús, el
Mesías.
La exclamación de Isabel "con gran voz" manifiesta un
verdadero entusiasmo religioso, que la plegaria del Avemaría sigue haciendo
resonar en los labios de los creyentes, como cántico de alabanza de la Iglesia
por las maravillas que hizo el Poderoso en la Madre de su Hijo.
Isabel, proclamándola "bendita entre las mujeres"
indica la razón de la bienaventuranza de María en su fe: "¡Feliz la que ha
creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del
Señor!" (Lc 1, 45). La grandeza y la alegría de María tienen origen en el
hecho de que ella es la que cree.
Ante la excelencia de María, Isabel comprende también qué honor
constituye pare ella su visita: "De dónde a mí que la madre de mi Señor
venga a mí?" (Lc 1, 43). Con la expresión "mi Señor", Isabel
reconoce la dignidad real, más aun, mesiánica, del Hijo de María. En efecto, en
el Antiguo Testamento esta expresión se usaba pare dirigirse al rey (cf. IR 1,
13, 20, 21, etc.) y hablar del rey-mesías (Sal 110, 1). El ángel había dicho de
Jesús: "EI Señor Dios le dará el trono de David, su padre" (Lc 1,
32). Isabel, "llena de Espíritu Santo", tiene la misma intuición. Más
tarde, la glorificación pascual de Cristo revelará en qué sentido hay que
entender este título, es decir, en un sentido trascendente (cf. Jn 20, 28; Hch
2, 34-36).
Isabel, con su exclamación llena de admiración, nos invita a
apreciar todo lo que la presencia de la Virgen trae como don a la vida de cada
creyente.
En la Visitación, la Virgen lleva a la madre del Bautista el
Cristo, que derrama el Espíritu Santo. Las mismas palabras de Isabel expresan
bien este papel de mediadora: "Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de
tu saludo saltó de gozo el niño en mi seno" (Lc 1, 44). La intervención de
María produce, junto con el don del Espíritu Santo, como un preludio de
Pentecostés, confirmando una cooperación que, habiendo empezado con la
Encarnación, esta destinada a manifestarse en toda la obra de la salvación
divina.
La visita de María Santísima
A su prima Santa Isabel
Segundo
Misterio Gozoso (Lunes y Sábados) revelado a María Valtorta
Me encuentro
en un lugar montañoso. No son grandes montañas, pero tampoco puede decirse que
sean simples colinas. Tienen cimas y sinuosidades ya propias de las verdaderas
montañas, como las que se ven en nuestros Apeninos tosco-umbrianos. La
vegetación es tupida y bonita.
Abunda el
agua fresca que mantiene verdes los pastos y fértiles los huertos, casi todos
plantados de manzanos, higueras y vid; esta última, en torno a las casas. Debe
ser primavera, como se deduce de que las uvas sean ya de un cierto volumen,
como semillas de veza; y de que las flores de los manzanos asemejen a numerosas
bolitas de color verde intenso; así como el hecho de que en lo alto de las
ramas de las higueras hayan aparecido ya los primeros frutos, todavía en estado
embrional, pero ya bien definidos. Y los prados son una verdadera alfombra
esponjosa y de mil colores en que pacen, o descansan, las ovejas: manchas
blancas sobre el fondo de esmeralda de la hierba.
María sube
en su burrito por una vía que está en bastante buen estado, y que debe ser de
primer orden. Sube, porque, efectivamente, el pueblo, de aspecto bastante
ordenado, está más arriba. Mi interno consejero me dice:
“Este lugar es Hebrón”. Usted me hablaba de
Montana. Yo no sé qué hacer. A mí se me indica con este nombre. No sé si será
“Hebrón” toda la zona o sólo el pueblo. Yo oigo esto, y esto es lo que digo.
María está
entrando en el pueblo. Atardece. Algunas mujeres, en las puertas de las casas,
observan la llegada de la forastera y chismean entre sí. La siguen con la
mirada y no se quedan tranquilas hasta que la ven detenerse delante de una de
las casas más lindas, situada en el centro del pueblo y que tiene delante un
huerto-jardín, y detrás y alrededor un huerto de árboles frutales bien cuidado,
que se extiende luego dando lugar a un vasto prado que sube y baja por las
sinuosidades del monte, para terminar en un bosque de altos árboles, tras el
cual no sé qué más hay. Todo ello cercado por un seto de morales o rosales silvestres.
No lo distingo bien porque –no sé si usted lo tiene presente- tanto la flor
como el ramaje de estas matas espinosas son muy semejantes, y mientras no
aparece el fruto en las ramas es fácil confundirse.
En la parte
delantera de la casa, es decir, por el lado paralelo al pueblo, la propiedad
está cercada por un pequeño muro blanco, a lo largo de cuya parte alta hay
ramas de verdaderos rosales, todavía sin flores, aunque ya llenas de capullos.
En el centro, una cancilla de hierro, cerrada. Se comprende que se trata de la
casa de una de las personalidades del pueblo, y de gente que vive
desahogadamente, pues, efectivamente, todo en ella da signos, si no de riqueza
y de pompa, sí, sin duda, de bienestar. Y mucho orden.
María se
baja del burrito y se acerca a la puerta de hierro. Mira por entre las barras.
No ve a nadie. Entonces trata de que la oigan. Una mujercita (la más curiosa de
todas, que la ha seguido) le hace señales para que se fije en un extraño objeto
que sirve para llamar: dos piezas de metal dispuestas en equilibrio en una
especie de yugo, las cuales, moviendo el yugo con una gruesa cuerda, chocan
entre sí haciendo el sonido de una campana o de un gong.
María tira
de la cuerda, pero lo hace de forma tan delicada que el sonido es sólo un ligero
tintineo que nadie oye. Entonces la mujercita, una viejecilla toda ella nariz y
barbilla puntiaguda, y con una lengua que vale por diez juntas, se agarra a la
cuerda y se pone a tirar, a tirar, a tirar. Una llamada que despertaría a un
muerto. “Se hace así, mujer. Si no, ¿cómo va a querer que la oigan? Sepa que
Isabel es anciana, y también Zacarías. Y ahora, además se sordo, está mudo. Los
dos sirvientes son también viejos, ¿sabe? ¿Ha venido alguna otra vez? ¿Conoce a
Zacarías? ¿Es usted?”.
Aparece un viejecillo
renco que salva a María de este diluvio de informaciones y preguntas. Debe ser
jardinero o labrador. Lleva en la mano un pequeño rastrillo y una hoz atada a
la cintura. Abre. María entra mientras le da las gracias a la mujer, pero…
¡ay!, la deja sin respuesta. ¡Qué desilusión para la curiosa!
Nada más
entrar, dice: “Soy María de Joaquín y Ana, de Nazaret. Prima de vuestros
señores”.
El
viejecillo inclina la cabeza y saluda, luego da una voz:
“¡Sara!
¡Sara!”. Y abre otra vez la verja para coger el borriquillo, que se había
quedado afuera porque María, para librarse de la pegajosa mujercita, se había
colado dentro muy rápida, y el jardinero, tan rápidamente como Ella, había
cerrado la verja delante de las narices de la chismosa. Pasa al burro y, mientras
lo hace, dice: “¡Ah…, gran dicha y gran desgracia para esta casa! El Cielo ha
concedido un hijo a la estéril. ¡Bendito sea por ello el Altísimo! Pero
Zacarías volvió de Jerusalén mudo hace ya siete meses. Se hace entender con
gestos, o escribiendo. ¿Ha tenido noticia de ello? Mi señora en medio de esta
alegría y este dolor, la ha echado mucho de menos. Siempre hablaba de usted con
Sara. Decía: “¡Si estuviese aquí conmigo mi pequeña María…! Si hubiera seguido
ahora en el Templo, habría enviado a Zacarías a traerla. Pero el Señor ha
querido que fuese la esposa de José de Nazaret. Sólo Ella podría consolarme en
este dolor y ayudarme a rezar a Dios, porque todo en Ella es bondad.
En el Templo
todos la echan de menos y están tristes.
La pasada fiesta, cuando fui con Zacarías la
última vez a Jerusalén a dar gracias a Dios por haberme dado un hijo, oí de sus
maestras estas palabras: ‘Al Templo parecen faltarle los querubines de la
Gloria desde que la voz de María no suena ya entre estas paredes’”. ¡Sara! ¡Sara!
Mi mujer es un poco sorda. Ven, ven, que te llevo yo”.
En vez de
Sara, aparece, en la parte alta de una escalera adosada a un lado de la casa,
una mujer ya muy anciana, ya llena de arrugas, con el pelo muy canoso –pero que
ha debido ser negrísimo, a juzgar por lo negras que tiene las pestañas y las
cejas y por el color moreno de su cara-. Contrasta en modo extraño, con su
visible vejez, su estado, ya muy patente, a pesar de la ropa amplia y suelta
que lleva.
Mira protegiéndose los ojos de la luz con la
mano. Reconoce a María. Levanta los brazos hacia el cielo con una exclamación
de asombro y de alegría, y se apresura, en la medida en que puede, hacia abajo
al encuentro de la recién llegada. Y María –cuyos movimientos son siempre
moderados- esta vez se echa a correr rápida como un cervatillo y llega al pie
de la escalera al mismo tiempo que Isabel. Y recibe en su pecho con viva
efusión de afecto a su prima, que, al verla, llora de alegría.
Permanecen
abrazadas un momento. Luego Isabel se separa con una exclamación de dolor y
alegría al mismo tiempo, y se lleva las manos al abultado vientre. Agacha la
cabeza, palideciendo y sonrojándose alternativamente. María y el sirviente
extienden los brazos para sujetarla, pues ella vacila como si se sintiera mal.
Pero Isabel,
después de un minuto de estar como recogida dentro de sí, alza su rostro, tan
radiante que parece rejuvenecido, mira a María sonriendo con veneración como si
estuviera viendo un ángel y se inclina en un intenso saludo diciendo:
“¡Bendita tú entre todas las mujeres!
¡Bendito el Fruto de tu vientre! (lo dice así, dos frases bien
separadas)
¿Cómo he
merecido que venga a mí, sierva tuya, la Madre de mi Señor? Sí, ante el sonido
de tu voz, el niño ha saltado en mi vientre como jubiloso, y cuando te he abrazado
el Espíritu del Señor me ha dicho una altísima verdad en el corazón.
¡Dichosa
tú, porque has creído que a Dios le fuera posible lo que posible no aparece a
la humana mente!
¡Bendita tú, que por tu fe harás realidad lo
que te ha sido predicho por el Señor y fue predicho a los Profetas para este
tiempo!
¡Bendita
tú, por la Salud que engendras para la estirpe de Jacob!
¡Bendita
tú, por haber traído la Santidad a este hijo mío que siento saltar de júbilo en
mi vientre como cabritillo alborozado porque se siente liberado del peso de la
culpa, llamado a ser el precursor, santificado antes de la Redención por el
Santo que se está desarrollando en ti!”.
María, con
dos lágrimas como perlas, que le bajan desde los risueños ojos hasta la boca
sonriente, el rostro alzado hacia el cielo, levantados también los brazos, en
la posición que luego tantas veces tendrá su Jesús, exclama:
“El alma mía magnifica a su Señor” y continúa
el cántico como nos ha sido transmitido. Al final, en el versículo: “Ha
socorrido a Israel, su siervo etc.”, recoge las manos sobre el pecho y se
arrodilla muy curvada hacia el suelo adorando a Dios.
El
sirviente, cuando había visto que Isabel no se sentía mal y que quería
manifestar su pensamiento a María, se había retirado prudentemente; ahora vuelve
del huerto acompañado de un anciano de aspecto majestuoso, de barba y pelo
enteramente blancos, el cual, con vistosos gestos y sonidos guturales, saluda
desde lejos a María.
“Zacarías
está llegando” dice Isabel tocando en el hombro a la Virgen, que está orando
absorta. “Mi Zacarías está mudo. Está bajo sanción divina por no haber creído.
Ya te contaré luego. Ahora espero en el perdón de Dios porque has venido tú;
tú, llena de Gracia”.
María se
levanta. Va hacia Zacarías. Se inclina hasta el suelo ante él. Le besa la orla
de la vestidura blanca que le cubre hasta los pies. Esta vestidura es muy
amplia y está sujeta a la cintura por una ancha franja bordada.
Zacarías,
con gestos, da la bienvenida a María, y juntos van donde Isabel. Entran todos
en una vasta habitación, muy bien puesta, de la planta baja. Ofrecen asiento a
María y mandan que le sirvan una taza de leche recién ordeñada –todavía tiene
la espuma- y unas pequeñas tortas.
Isabel da
órdenes a la sirvienta, quien, embadurnadas de harina todavía las manos y el
pelo más blanco de cuanto en realidad lo es, por la harina que tiene, por fin
ha hecho acto de presencia. Quizás estaba haciendo el pan. Da órdenes también
al sirviente –al que oigo llamar Samuel- para que lleve el baulillo de María a
la habitación que le indica. Todos los deberes de una señora de casa para con
su huésped.
Entretanto,
María responde a las preguntas que Zacarías le hace escribiendo con un estilo
en una tablilla encerada. Por las respuestas, comprendo que le está preguntando
por José y por cómo se encuentra siendo su prometida. Y comprendo también que a
Zacarías le es negada toda luz sobrenatural acerca de la gravidez de María y su
condición de Madre del Mesías. Es Isabel quien, acercándose a su marido y
poniéndole con amor una mano en el hombro, como para hacerle una casta caricia,
le dice:
“María también es madre. Regocíjate por su felicidad”.
Y no dice nada
más. Mira a María; y María la mira, pero no la invita a decir nada más, por lo
cual guarda silencio.
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