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domingo, 31 de mayo de 2015

LA VISITACIÓN DE MARÍA SANTÍSIMA A SU PRIMA SANTA ISABEL FIESTA: 31 DE MAYO--¿QUIÉN SOY YO, PARA QUE LA MADRE DE MI SEÑOR VENGA A VISITARME?"












¿Quién soy yo,
 para que la madre de mi Señor venga a visitarme?"
(Lc 1, 43) 

La Visitación de María Santísima
A Su Prima Santa Isabel

Fiesta: 31 de mayo


 «Dichosa tú, que has creído».






"Bendita tú entre las mujeres...
 (Lc 1, 42)

María fue llamada dichosa, no por el hecho de ser Madre de Dios, sino por su fe.

  Adelantándose al coro de todas las generaciones venideras, Santa Isabel movida por el Espíritu Santo, proclama bienaventurada a la Madre del Señor y alaba su fe. No ha habido fe como la de María; en Ella tenemos el modelo más acabado de cuáles han de ser las disposiciones de la criatura ante su Creador: sumisión completa, acatamiento pleno. Con su fe, María es el instrumento escogido por el Señor para llevar a cabo la Redención como Mediadora universal de todas las gracias.






La Virgen María (después de la encarnación del Verbo en su seno, visita a su prima Isabel que esperaba un niño 
(San Juan Bautista).

 Isabel reconoce a la Virgen como:

"La Madre De Mi Señor".

Lucas 1:39-46
En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la
región montañosa, a una ciudad de Judá;  entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.

Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó
de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo;  y exclamando con gran voz, dijo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno;  y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?  Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno.  ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!»

Y dijo María: «Glorifica mi alma al Señor (magníficat)...



La celebración de la fiesta es iniciativa de San Buenaventura, franciscano, en el 1263.
El Papa Urbano VI (reinó del 1378-89), la extendió a toda la Iglesia, pidiendo el fin del cisma que sufría la Iglesia.


   San Juan Bautista, aunque fue concebido en pecado (el pecado original) como los demás hombres, sin embargo nació sin él porque fue santificado en las entrañas de su madre Santa Isabel ante la presencia de Jesucristo (entonces en el seno de María) y de la Santísima Vírgen.
Al recibir este beneficio divino San Juan manifiesta su alegría saltando de gozo en el seno. Estos hechos fueron el cumplimiento de la profecía del arcángel San Gabriel.



Mensajes De Dios Al Mundo a Través de su profeta: Ana Catalina Emmerick

La Visitación de María Santísima
A Su Prima Santa Isabel

Cuando el ángel anunció a María el misterio de la Encarnación, le dijo también que su pariente Isabel había concebido un hijo en su vejez, y ya estaba de seis meses aquella a quien llamaban estéril.

Luego que María Santísima oyó del Ángel Gabriel que su prima Isabel también esperaba un hijo, sintióse iluminada por el Espíritu Santo y comprendió que debería ir a visitar a aquella familia y ayudarles y llevarles las gracias y bendiciones del Hijo de Dios que se había encarnado en Ella. San Ambrosio anota que fue María la que se adelantó a saludar a Isabel puesto que es la Virgen María la que siempre se adelanta a dar demostraciones de cariño a quienes ama.


Lucas 1, 39-45. Adviento.
Estas dos Santas mujeres viven y comparten el mayor secreto que pueda Dios comunicar a los hombres.    



Algunos días después de la Anunciación del Ángel a María, José volvióse a Nazaret e hizo ciertos arreglos en la casa para poder ejercer su oficio y quedarse, pues hasta entonces sólo había permanecido dos días allí.

Nada sabía del misterio de la Encarnación del Verbo en María.

Ella era la Madre de Dios y era la sierva del Señor, y guardaba humildemente el secreto.

Cuando la Virgen sintió que el Verbo se había hecho carne en ella, tuvo un gran deseo de ir a Juta, cerca de Hebrón, para visitar a su prima Isabel, que según, las palabras del ángel hallábase encinta desde hacía seis meses.

Acercándose el tiempo en que José debía ir a Jerusalén, para la fiesta de Pascua, quiso acompañarle con el fin de asistir a Isabel durante su embarazo.

José, en compañía de la Virgen Santísima, se puso en camino para Juta.
El camino se dirigía al Mediodía. Llevaban un asno sobre el cual montaba María de vez en cuando. Este asno tenía atada al cuello una bolsa perteneciente a José, dentro de la cual había un largo vestido pardo con una especie de capuz.

María se ponía este traje para ir al Templo o a la sinagoga. Durante
el viaje usaba una túnica parda de lana, un vestido gris con una faja por encima, y cubría su cabeza una cofia amarilla. Viajaban con bastante rapidez.
Después de haber atravesado la llanura de Esdrelón, los vi trepar una altura y entrar en la ciudad, de Dotan, en casa de un amigo del padre de José.
Este era un hombre bastante acomodado, oriundo de Belén.

El padre de José lo llamaba hermano a pesar de no serlo: descendía de David por un antepasado que también fue rey, según creo, llamado Ela, o Eldoa o Eldad, pues no recuerdo bien su nombre.

Dotan era una ciudad de activo comercio.

 Luego los vi pernoctar bajo un cobertizo.

Estando aún a doce leguas de la casa de Zacarías pude verlos otra
noche en medio de un bosque, bajo una cabaña de ramas toda cubierta de hojas verdes con hermosas flores blancas.

Frecuentemente se ven en este país al borde de los caminos esas glorietas hechas de ramas y de hojas y algunas construcciones más sólidas en las cuales los viajeros pueden pernoctar o refrescarse, y aderezar y cocer los alimentos que llevan consigo.

 Una familia de la vecindad se encarga de la vigilancia de varios de estos lugares y proporciona las cosas necesarias mediante una pequeña retribución.

 No fueron directamente de Jerusalén a Juta.

Con el fin de viajar en la mayor soledad dieron una vuelta por tierras del Este, pasando al lado de una pequeña ciudad, a dos leguas de Emaús y tomando los caminos por donde Jesús anduvo
durante sus años de predicación.

Más tarde tuvieron que pasar dos montes, entre los cuales los vi descansar una vez comiendo pan, mezclando con el agua parte del bálsamo que habían recogido durante el viaje.

En esta región el país es muy montañoso.

Pasaron junto a algunas rocas, más anchas en su parte superior que en la base; había en aquellos lugares grandes cavernas, dentro de las cuales se veían toda clase de piedras curiosas.

Los valles eran muy fértiles.

Aquel camino los condujo a través de bosques y de páramos, de prados y de campos.

En un lugar bastante cerca del final del viaje noté particularmente una planta que tenía pequeñas y hermosas hojas verdes y racimos de flores formados por nueve campanillas cerradas de color de rosa.

Tenía allí algo en qué debía ocuparme; pero he olvidado de qué se trataba.

La casa de Zacarías estaba situada sobre una colina, en torno de la cual había un grupo de casas. Un arroyo torrentoso baja de la colina. Me pareció que era el momento en que Zacarías volvía a su casa desde Jerusalén, pasadas las fiestas de Pascua.

He visto a Isabel caminando, bastante alejada de su casa, sobre el camino de Jerusalén, llevada por un ansia inquieta e indefinible.

Allí la encontró Zacarías, que se espantó de verla tan lejos de la casa en el estado en que se encontraba. Ella dijo que estaba muy agitada, pues la perseguía el pensamiento de que su prima María de Nazaret estaba en camino para visitarla. Zacarías trató de hacerle comprender que desechase tal idea, y, por signos y escribiendo en una tablilla, le decía cuan poco verosímil era que una recién casada emprendiera viaje tan largo en aquel momento.

Juntos volvieron a su casa. Isabel no podía desechar esa idea fija,
habiendo sabido en sueños que una mujer de su misma sangre se había convertido en Madre del Verbo eterno, del Mesías prometido.

Pensando en María concibió un deseo muy grande de verla, y la vio, en efecto, en espíritu que venía hacia ella. Preparó en su casa, a la derecha de la entrada, una pequeña habitación con asientos y aguardó allí al día siguiente, a la expectativa, mirando hacia el camino por si llegaba María.

Pronto se levantó y salió a su encuentro por el camino.

Isabel era una mujer alta, de cierta edad: tenía el rostro pequeño y rasgos bellos; la cabeza la llevaba velada.

Sólo conocía a María por las voces y la fama.

María, viéndola a cierta distancia, conoció que era ella Isabel y se
apresuró a ir a su encuentro, adelantándose a José que se quedó discretamente a la distancia.

 Pronto estuvo María entre las primeras casas de la vecindad,
cuyos habitantes, impresionados por su extraordinaria belleza y
conmovidos por cierta dignidad sobrenatural que irradiaba toda su persona, se retiraron respetuosamente en el momento de su encuentro con Isabel.

Se saludaron amistosamente dándose la mano. En aquel momento vi un punto luminoso en la Virgen Santísima y como un rayo de luz que partía de allí hacia Isabel, la cual recibió una impresión maravillosa.

No se detuvieron en presencia de los hombres, sino que, tomándose del brazo, se dirigieron a la casa por el patio interior.

 En el umbral de la puerta Isabel dio nuevamente la bienvenida a María y luego entraron en la casa.

José llegó al patio conduciendo al asno, que entregó a un servidor y fue a buscar a Zacarías en una sala abierta sobre el costado de la casa. Saludó con mucha humildad al anciano sacerdote, el cual lo abrazó cordialmente y conversó con él por medio de la tablilla sobre la que escribía, pues había quedado mudo desde que el ángel se le había aparecido en el Templo.

María e Isabel, una vez que hubieron entrado, se hallaron en un cuarto que me pareció servir de cocina. Allí se tomaron de los brazos. María saludó a Isabel muy cordialmente y las dos juntaron sus mejillas. Vi entonces que algo luminoso irradiaba desde María hasta el interior de Isabel, quedando ésta toda iluminada y profundamente conmovida, con el corazón agitado por santo
regocijo.

Se retiró Isabel un poco hacia atrás, levantando la mano y, llena de
humildad, de júbilo y entusiasmo, exclamó:

"Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre.

 ¿Pero de dónde a mí tanto favor que la Madre de mi Señor venga a visitarme?... Porque he aquí que como llegó la voz de tu salutación a mis oídos, la criatura que llevo se estremeció de alegría en mi interior. ¡Oh, dichosa tú, que has creído; lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!"

Después de estas palabras condujo a María a la pequeña habitación preparada, para que pudiera sentarse y reposar de las fatigas del viaje.

Sólo había que dar unos pasos para llegar hasta allí.

 María dejó el brazo de Isabel, cruzó las manos sobre el pecho y empezó el cántico del Magníficat:

"Mi alma glorifica al Señor;
y mi espíritu se alegró en Dios mi Salvador.
Porque miró a la bajeza de su sierva; porque he aquí que desde ahora me llamarán bienaventurada
todas las generaciones.

Porque ha hecho grandes cosas conmigo el Todopoderoso;
y santo es; su nombre.

Y su misericordia es de generación en generación
A los que le temen.

Hizo valentías con su brazo;
Esparció a los soberbios en el pensamiento de su corazón.

Quitó a los poderosos de los tronos
y levantó a los humildes,

A los hambrientos hinchó de bienes
y a los ricos envió vacíos.

Socorrió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia.

Como habló a nuestros padres, a Abrahán
y a su simiente, para siempre".

Isabel repetía en voz baja el Magníficat con el mismo impulso de inspiración de María.

Luego se sentaron en asientos muy bajos, ante una mesita de
poca altura. Sobre ésta había un vaso pequeño.

¡Qué dichosa me sentía yo, porque repetía con ellas todas las oraciones, sentada muy cerca de María! ¡Qué grande era entonces mi felicidad!

En casa de Zacarías e Isabel

José y Zacarías están juntos conversando acerca del Mesías, de su próxima venida y de la realización de las profecías.

Zacarías era un anciano de alta estatura y hermoso cuando estaba vestido de sacerdote.

Ahora responde siempre por signos o escribiendo en su tablilla.

Los veo al lado de la casa en una sala abierta al jardín.

María e Isabel están sentadas sobre una alfombra en el huerto, bajo un árbol grande, detrás del cual hay una fuente por donde se escapa el agua cuando se retira la compuerta.

En todo el contorno veo un prado cubierto de césped, de flores y de árboles con pequeñas ciruelas amarillas.

Están juntas comiendo frutas y panecillos sacados de la alforja de José. ¡Qué simplicidad y qué conmovedora frugalidad!

 En la casa hay dos criados y dos mozos de servicio: los veo ir y venir preparando alimentos en una mesa, debajo dé un árbol.

Zacarías y José se acercan y comen también algo.

José quería volverse de inmediato a Nazaret; pero tendrá que quedarse ocho días allí.

No sabe nada aún del estado de embarazo de María.

 Isabel y María habían guardado silencio sobre esto, manteniendo entre ellas una armonía secreta y profunda, que las unía íntimamente.

Varias veces al día, especialmente antes de las comidas, cuando todos se hallaban reunidos, las santas mujeres decían una especie de Letanías.

José oraba con ellas.

 Pude ver una cruz que aparecía entre las dos mujeres, a pesar de no existir aún la cruz: aquello era como si dos cruces se hubiesen visitado.

 Ayer, por la tarde, se juntaron todos para comer, quedándose hasta la medianoche sentados a la luz de una lámpara, bajo el árbol del jardín.

Vi luego a José y a Zacarías solos en su oratorio, y a María y a Isabel en su pequeña habitación, una frente a la otra, de pie, absortas y extáticas, diciendo juntas el cántico del Magníficat.

Además del vestuario mencionado, la Virgen usaba algo parecido a un velo negro transparente, que bajaba sobre el rostro cuando debía hablar con los hombres.

 Hoy Zacarías condujo a José a otro jardín retirado de su casa.

Zacarías era un hombre muy ordenado en todas sus cosas.

 En este huerto abundan árboles con frutas hermosas de todas clases: está muy bien cuidado, atravesado por una larga enramada, bajo la cual hay sombra; en su extremidad hay una glorieta escondida cuya puerta se abre por un costado.

En lo alto de esta casa se ven aberturas cerradas con bastidores; dentro hay un lecho de reposo, hecho de esteras, de musgos o de otras hierbas.

Vi allí dos estatuas blancas del tamaño de un niño: no sé cómo se encuentran allí ni qué representan. Yo las hallaba parecidas a Zacarías y a Isabel, de cuando serían más jóvenes.

Hoy por la tarde vi a María y a Isabel ocupadas en la casa. La Virgen tomaba parte en los quehaceres domésticos y preparaba toda clase de prendas para el esperado niño.

Las he visto trabajando juntas: tejían una colcha grande destinada al lecho de Isabel, para cuando hubiera dado a luz.

Las mujeres judías usaban colchas de esta clase, las cuales tenían en el centro una especie de bolsillo dispuesto de tal manera que la madre podía envolverse completamente en él con su niño.

Encerrada allí dentro y sostenida mediante almohadas podía sentarse o tenderse según su voluntad. En el borde de la colcha
había flores bordadas y algunas sentencias.

Isabel y María preparaban también toda clase de objetos para regalarlos a los pobres cuando naciera la criatura.

 Vi a santa Ana durante la ausencia de María y de José, enviar a
menudo su criada a la casa de Nazaret para ver si todo seguía en orden allí.

Una vez la vi ir allá sola.

Zacarías fue con José a pasear al campo. La casa se hallaba sobre una colina y es la mejor de toda esa región; otras casitas veo dispersas alrededor.

María se encuentra sola, un tanto fatigada, en la casa con Isabel.

He visto a Zacarías y a José pasar la noche en el jardín situado a alguna distancia de la casa.

Unas veces los vi durmiendo en la glorieta, otras, orando a
la intemperie. Volvieron al amanecer.

 He visto a Isabel y a María dentro de la casa. Todas las mañanas y las noches repiten el Magníficat, inspirado a María por el Espíritu Santo, después de la salutación de Isabel.

La salutación del ángel fue como una consagración que hacía el templo de María Santísima a Dios.

Cuando pronunció aquellas palabras:

 "He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra",  el Verbo divino, saludado por la Iglesia y saludado por su sierva, entró en ella.

Desde entonces, Dios estuvo en su templo y María fue el templo y el Arca de la Alianza del Nuevo Testamento.

La salutación de Isabel y el alborozo de Juan en el seno de su madre, fueron el primer culto rendido ante aquel Santuario.

Cuando la Virgen entonó el Magníficat, la Iglesia de la Nueva Alianza, del nuevo matrimonio, celebró por primera vez el cumplimiento de las promesas divinas de la Antigua Alianza, del antiguo matrimonio, recitando, en acción de gracias, un Te Deum laudamus.

¡Quién pudiera expresar dignamente la emoción de este homenaje rendido por la Iglesia a su Salvador, aún antes de su nacimiento!

Esta noche, mientras veía orar a las santas mujeres, tuve varias intuiciones y explicaciones relativas al Magníficat y al acercamiento del Santo Sacramento en la actual situación de la Santísima Virgen.

Mi estado de sufrimiento y mis numerosas molestias me han hecho olvidar casi todo lo que he podido ver.

En el momento del pasaje del cántico: "Hizo valentías con su brazo", vi diferentes cuadros figurativos del Santísimo Sacramento del Altar en el Antiguo Testamento.

Había allí, entre otros, un cuadro de Abrahán sacrificando a Isaac, y de Isaías anunciando a un rey perverso algo de que éste se burlaba, y que he olvidado. Vi muchas cosas desde Abrahán hasta Isaías, y desde éste hasta María Santísima. Siempre veía el Santísimo Sacramento acercándose a la Iglesia de Jesucristo, quien reposaba todavía en el seno de su Madre.

Hace mucho calor allí donde está María en la tierra prometida.

Todos se van al jardín donde está la casita. Primero Zacarías y José, luego Isabel y María.

Han tendido un toldo bajo un árbol como para hacer una tienda de
campaña.
Hacia un lado veo asientos muy-bajos con respaldos.

Anoche vi a Isabel y a María que iban al jardín un tanto alejado de la casa de Zacarías. Llevaban frutas y panecillos dentro de unas cestas y parecía que querían pasar la noche en ese lugar.

 Cuando José y Zacarías volvieron más tarde, vi a María que les salía al encuentro. Zacarías tenía su tablilla, pero la luz era insuficiente para que pudiera escribir y vi que María impulsada por
el Espíritu Santo le anunció que esa misma noche habría de hablar y que podía dejar su tablilla, ya que pronto podría conversar con José y rezar junto a él.
Tanto me sorprendió esto que yo, sacudiendo la cabeza, no quise admitirlo; pero mi Ángel de la Guarda, o mi guía espiritual, que siempre me acompaña, díjome, haciéndome una señal para que mirase a otra parte:

"¿No, quieres creer esto? Pues mira lo que sucede allí".

Mirando hacia el lado que me indicaba vi un cuadro totalmente distinto, de época muy posterior.

Vi al santo ermitaño Goar en un lugar donde el trigo había sido cortado.
Hablaba con los mensajeros de un obispo mal dispuesto con él y aún aquellos hombres no le tenían afecto. Cuando los hubo acompañado hasta su casa lo vi buscando un gancho cualquiera para poder colgar su capa.
Como viera un rayo de sol que entraba por la abertura del muro, en la simplicidad de su fe colgó su capa de aquel rayo y ella quedó suspendida allí en el aire.

Me admiró tanto este prodigio que ya no me asombré de oír hablar a Zacarías, puesto que aquella gracia le llegaba por intermedio de María Santísima, dentro de la cual habitaba el mismo Dios.

Mi guía me habló entonces de aquello a que se da el nombre de milagro. Entre otras cosas recuerdo que me dijo:

"Una confianza total en Dios, con la simplicidad de un niño, da a todas las cosas el ser y la substancia".

Estas palabras me aclararon acerca de todos los milagros, aunque no puedo explicarme esto con claridad.
Vi a los cuatro santos personajes pasar la noche en el jardín: se sentaron y comieron algunas cosas.

Luego los vi caminar de dos en dos, orar juntos y entrar alternativamente en la glorieta para descansar en ella.

Supe también que después del sábado, José se volvería a Nazaret y que Zacarías lo acompañaría un trecho de camino.

 Había un hermoso claro de luna y el cielo estaba muy puro.

"Misterios del "Magníficat”

Durante la oración de las dos santas mujeres vi una parte del misterio relacionado con el Magníficat.
Debo volver a ver todo esto el sábado, víspera de la octava de la fiesta y entonces podré decir algo más.

Ahora sólo puedo comunicar lo siguiente: el Magníficat es el cántico de acción de gracias por el cumplimiento de la bendición misteriosa de la Antigua Alianza.

Durante la oración de María vi sucesivamente a todos sus antepasados.

Había en el transcurso de los siglos tres veces catorce parejas de esposos que se sucedían, en los cuales el padre era siempre el vástago del matrimonio anterior.

 De cada una de estas parejas vi salir un rayo de luz dirigido
hacia María mientras se hallaba en oración.

Todo el cuadro creció ante mis ojos como un árbol con ramas luminosas, las cuales iban embelleciéndose cada vez más, y por fin, en un sitio determinado de este árbol de luz, vi la carne y la sangre purísimas e inmaculadas dé María, con las cuales Dios debía formar su Humanidad, mostrándose en medio de un resplandor cada vez
más vivo. Oré entonces, llena de júbilo y de esperanza, como un niño que viera crecer delante de sí el árbol de Navidad.
Todo esto era una imagen de la proximidad de Jesucristo en la carne y de su Santísimo Sacramento. Era como si hubiese visto madurar el trigo para formar el pan de vida del que me hallara hambrienta. Todo esto es inefable. No puedo decir cómo se formó
la, carne en la cual se encarnó el mismo Verbo. ¿Cómo es posible esto a una criatura humana que todavía se encuentra dentro de esa carne, de la cual el Hijo de Dios y de María ha dicho que no sirve para nada y que sólo el espíritu vivifica?... También dijo El, que aquéllos que se nutren de su carne y de su sangre gozarán de la vida eterna y serán resucitados por El en el último día.

 Únicamente su carne y su sangre son el alimento verdadero y tan sólo aquéllos que toman este alimento viven en El, y El en ellos.

No puedo expresar cómo vi, desde el comienzo, el acercamiento sucesivo de la Encarnación de Dios y con ella la proximidad del Santo Sacramento del Altar, manifestándose de generación en generación; luego una nueva serie de patriarcas representantes del Dios vivo que reside entre los hombres en calidad de víctima y de alimento hasta su segundo advenimiento en el último día, en la institución del sacerdocio que el Hombre-Dios, el nuevo Adán,
encargado de expiar el pecado del primero, ha trasmitido a sus apóstoles y éstos a los nuevos sacerdotes, mediante la imposición de las manos, para formar así una sucesión semejante de sacerdotes no interrumpida de generación en generación.

Todo esto me enseñó que la recitación de la genealogía de Nuestro Señor ante el Santísimo Sacramento en la fiesta del Corpus Christi, encierra un misterio muy grande y muy profundo.

También aprendí por él que así como entre los antepasados carnales de Jesucristo hubo algunos que no fueron santos y otros que fueron pecadores, sin dejar de constituir por eso gradas de la escala de Jacob, mediante las cuales Dios bajó hasta la Humanidad, también los obispos indignos quedan capacitados para consagrar el Santísimo Sacramento y para otorgar el sacerdocio a otros con todos los poderes que le son inherentes.

 Cuando se ven estas cosas se comprende por qué los viejos libros alemanes llaman al Antiguo Testamento la Antigua Alianza o antiguo matrimonio, y al Nuevo Testamento la Nueva Alianza o nuevo matrimonio.
La flor suprema del antiguo matrimonio fue la Virgen de las vírgenes, la prometida del Espíritu Santo, la muy casta Madre
del Salvador; el vaso espiritual, el vaso honorable, el vaso insigne de devoción donde el Verbo se hizo carne.

 Con este misterio comienza el nuevo matrimonio, la Nueva Alianza.

Esta Alianza es virginal en el sacerdocio y en todos aquéllos que siguen al Cordero, y en ella el Matrimonio es un gran sacramento: la unión de Jesucristo con su prometida la Iglesia.

Para poder expresar, en cuanto me sea posible, cómo me fue explicada la proximidad de la Encarnación del Verbo y al mismo tiempo el acercamiento del Santísimo Sacramento del Altar, sólo puedo repetir, una vez más, que todo esto apareció ante mis ojos en una serie de cuadros simbólicos, sin que, a causa del estado en que me encuentro, me sea posible dar cuenta de los detalles en forma inteligible. Sólo puedo hablar en forma general.
He visto primero la bendición de la promesa que Dios diera a nuestros primeros padres en el Paraíso y un rayo que iba de esta bendición a la Santísima Virgen, que se hallaba recitando el Magníficat con Isabel.

Vi a Abrahán, que había recibido de Dios aquella bendición, y un rayo que partiendo de él llegaba a la Santísima Virgen. Vi a los otros patriarcas que habían llevado y poseído aquella cosa santa y siempre aquel rayo yendo de cada uno de ellos hasta María.

Vi después la transmisión de aquella bendición hasta Joaquín, el
cual, gratificado con la más alta bendición venida del Santo de los Santos del Templo, pudo convertirse por ello en el padre de la Santísima Virgen concebida sin pecado.

Y por último es en ella donde, por la intervención del Espíritu Santo, el Verbo, se hizo carne.

En ella, como en el Arca de la Alianza del Nuevo Testamento, el Verbo habitó nueve meses entre nosotros, oculto a todas las miradas, hasta que habiendo nacido de María en la plenitud de los tiempos, pudimos ver su gloria, como gloria del Hijo único del
Padre, lleno de gracia y de verdad.

Esta noche vi a la Santísima Virgen dormir en su pequeña habitación, teniendo su cuerpo de costado, la cabeza reclinada sobre el brazo.
Se hallaba envuelta en un trozo de tela blanca, de la cabeza a los pies. Bajo su corazón vi brillar una gloria luminosa en forma de pera rodeada de una pequeña llama de fulgor indescriptible.

En Isabel brillaba también una gloria, menos brillante, aunque más grande, de forma circular; la luz que despedía era menos viva.

Ayer, viernes, por la noche, empezando ya el nuevo día, pude ver en una habitación de la casa de Zacarías, que aun no conocía, una lámpara encendida para festejar el Sábado.

Zacarías, José y otros seis hombres, probablemente vecinos de la localidad, oraban de pie bajo la lámpara, en torno de un cofre sobre el cual se hallaban rollos escritos. Llevaban paños sobre la cabeza; pero al orar no hacían las contorsiones que hacen los judíos actuales.
A menudo bajaban la cabeza y alzaban los brazos al aire.

 María, Isabel y otras dos mujeres se hallaban apartadas, detrás de un tabique de rejas, en un sitio desde donde podían ver el oratorio: llevaban mantos de oración y estaban veladas desde la cabeza a los pies.

Luego de la cena del sábado vi a la Virgen Santísima en su pequeña habitación recitando con Isabel el Magníficat.

Estaban de pie contra el muro, una frente a la otra, con las manos juntas sobre el pecho y los velos negros sobre el rostro, orando, una después de la otra, como las religiosas en el coro. Yo recité el Magníficat con ellas, y durante la segunda parte del cántico pude ver, unos lejos y otros cerca, a algunos de los antepasados de María, de los cuales partían como líneas luminosas que se dirigían hacia ella. Vi aquellos rayos de luz saliendo de la boca de sus antepasados masculinos y del corazón del otro sexo, para concluir en la gloria que estaba en María.

Creo que Abrahán, al recibir la bendición que preparaba el advenimiento de la Virgen, habitaba cerca del lugar donde María
recitó el Magníficat., pues el rayo que partía de él llegaba hasta María desde un punto muy cercano, mientras que los que partían de personajes mucho más cercanos en el tiempo, parecían venir de muy lejos, de puntos más distantes.

Cuando terminaron el Magníficat, que recitaban todos los días
por la mañana y por la noche, desde la Visitación, se retiró Isabel, y vi a la Virgen entregarse al reposo.

Habiendo terminado la fiesta del sábado los vi comer de nuevo el domingo por la noche. Tomaron su alimento todos juntos en el jardín cercano a la casa. Comieron hojas verdes que remojaban
en salsa. Sobre la mesa había fuentes con frutas pequeñas y otros recipientes que contenían, creo, miel, que tomaban con unas espátulas de asta.





En el misterio de la Visitación,
 El preludio de la misión del Salvador

Catequesis mariana
Santo Padre Juan Pablo II

2 de octubre de 1996

En el relato de la Visitación, san Lucas muestra cómo la gracia de la Encarnación, después de haber inundado a María, lleva salvación y alegría a la casa de Isabel. El Salvador de los hombres oculto en el seno de su Madre, derrama el Espíritu Santo, manifestándose ya desde el comienzo de su venida al mundo.

El evangelista, describiendo la salida de María hacia Judea, use el verbo anístemi, que significa levantarse, ponerse en movimiento. Considerando que este verbo se use en los evangelios pare indicar la resurrección de Jesús (cf. Mc 8, 31; 9, 9. 31; Lc 24, 7.46) o acciones materiales que comportan un impulso espiritual (cf. Lc 5, 27¬28; 15, 18. 20), podemos suponer que Lucas, con esta expresión, quiere subrayar el impulso vigoroso que lleva a María, bajo la inspiración del Espíritu Santo, a dar al mundo el Salvador.

El texto evangélico refiere, además, que María realice el viaje "con prontitud" (Lc 1, 39). También la expresión "a la región montañosa" (Lc 1, 39), en el contexto lucano, es mucho más que una simple indicación topográfica, pues permite pensar en el mensajero de la buena nueva descrito en el libro de Isaías: "¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: 'Ya reina tu Dios'!" (Is 52, 7).

Así como manifiesta san Pablo, que reconoce el cumplimiento de este texto profético en la predicación del Evangelio (cf. Rom 10, 15), así también san Lucas parece invitar a ver en María a la primera evangelista, que difunde la buena nueva, comenzando los viajes misioneros del Hijo divino.

La dirección del viaje de la Virgen santísima es particularmente significativa: será de Galilea a Judea, como el camino misionero de Jesús (cf. Lc 9, 51).

En efecto, con su visita a Isabel, María realiza el preludio de la misión de Jesús y, colaborando ya desde el comienzo de su maternidad en la obra redentora del Hijo, se transforma en el modelo de quienes en la Iglesia se ponen en camino para llevar la luz y la alegría de Cristo a los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos.

El encuentro con Isabel presenta rasgos de un gozoso acontecimiento salvífico, que supera el sentimiento espontáneo de la simpatía familiar. Mientras la turbación por la incredulidad parece reflejarse en el mutismo de Zacarías, María irrumpe con la alegría de su fe pronta y disponible: "Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel" (Lc 1, 40).

San Lucas refiere que "cuando oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno" (Lc 1, 41). El saludo de María suscita en el hijo de Isabel un salto de gozo: la entrada de Jesús en la casa de Isabel, gracias a su Madre, transmite al profeta que nacerá la alegría que el Antiguo Testamento anuncia como signo de la presencia del Mesías.

Ante el saludo de María, también Isabel sintió la alegría mesiánica y "quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: 'Bendita tu entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno'" (Lc 1, 41¬42).
En virtud de una iluminación superior, comprende la grandeza de María que, más que Yael y Judit, quienes la prefiguraron en el Antiguo Testamento, es bendita entre las mujeres por el fruto de su seno, Jesús, el Mesías.

La exclamación de Isabel "con gran voz" manifiesta un verdadero entusiasmo religioso, que la plegaria del Avemaría sigue haciendo resonar en los labios de los creyentes, como cántico de alabanza de la Iglesia por las maravillas que hizo el Poderoso en la Madre de su Hijo.

Isabel, proclamándola "bendita entre las mujeres" indica la razón de la bienaventuranza de María en su fe: "¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!" (Lc 1, 45). La grandeza y la alegría de María tienen origen en el hecho de que ella es la que cree.

Ante la excelencia de María, Isabel comprende también qué honor constituye pare ella su visita: "De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?" (Lc 1, 43). Con la expresión "mi Señor", Isabel reconoce la dignidad real, más aun, mesiánica, del Hijo de María. En efecto, en el Antiguo Testamento esta expresión se usaba pare dirigirse al rey (cf. IR 1, 13, 20, 21, etc.) y hablar del rey-mesías (Sal 110, 1). El ángel había dicho de Jesús: "EI Señor Dios le dará el trono de David, su padre" (Lc 1, 32). Isabel, "llena de Espíritu Santo", tiene la misma intuición. Más tarde, la glorificación pascual de Cristo revelará en qué sentido hay que entender este título, es decir, en un sentido trascendente (cf. Jn 20, 28; Hch 2, 34-36).

Isabel, con su exclamación llena de admiración, nos invita a apreciar todo lo que la presencia de la Virgen trae como don a la vida de cada creyente.

En la Visitación, la Virgen lleva a la madre del Bautista el Cristo, que derrama el Espíritu Santo. Las mismas palabras de Isabel expresan bien este papel de mediadora: "Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo saltó de gozo el niño en mi seno" (Lc 1, 44). La intervención de María produce, junto con el don del Espíritu Santo, como un preludio de Pentecostés, confirmando una cooperación que, habiendo empezado con la Encarnación, esta destinada a manifestarse en toda la obra de la salvación divina.




La visita de María Santísima
A su prima Santa Isabel

Segundo Misterio Gozoso (Lunes y Sábados) revelado a María Valtorta


Me encuentro en un lugar montañoso. No son grandes montañas, pero tampoco puede decirse que sean simples colinas. Tienen cimas y sinuosidades ya propias de las verdaderas montañas, como las que se ven en nuestros Apeninos tosco-umbrianos. La vegetación es tupida y bonita.

Abunda el agua fresca que mantiene verdes los pastos y fértiles los huertos, casi todos plantados de manzanos, higueras y vid; esta última, en torno a las casas. Debe ser primavera, como se deduce de que las uvas sean ya de un cierto volumen, como semillas de veza; y de que las flores de los manzanos asemejen a numerosas bolitas de color verde intenso; así como el hecho de que en lo alto de las ramas de las higueras hayan aparecido ya los primeros frutos, todavía en estado embrional, pero ya bien definidos. Y los prados son una verdadera alfombra esponjosa y de mil colores en que pacen, o descansan, las ovejas: manchas blancas sobre el fondo de esmeralda de la hierba.
María sube en su burrito por una vía que está en bastante buen estado, y que debe ser de primer orden. Sube, porque, efectivamente, el pueblo, de aspecto bastante ordenado, está más arriba. Mi interno consejero me dice:

 “Este lugar es Hebrón”. Usted me hablaba de Montana. Yo no sé qué hacer. A mí se me indica con este nombre. No sé si será “Hebrón” toda la zona o sólo el pueblo. Yo oigo esto, y esto es lo que digo.

María está entrando en el pueblo. Atardece. Algunas mujeres, en las puertas de las casas, observan la llegada de la forastera y chismean entre sí. La siguen con la mirada y no se quedan tranquilas hasta que la ven detenerse delante de una de las casas más lindas, situada en el centro del pueblo y que tiene delante un huerto-jardín, y detrás y alrededor un huerto de árboles frutales bien cuidado, que se extiende luego dando lugar a un vasto prado que sube y baja por las sinuosidades del monte, para terminar en un bosque de altos árboles, tras el cual no sé qué más hay. Todo ello cercado por un seto de morales o rosales silvestres. No lo distingo bien porque –no sé si usted lo tiene presente- tanto la flor como el ramaje de estas matas espinosas son muy semejantes, y mientras no aparece el fruto en las ramas es fácil confundirse.

En la parte delantera de la casa, es decir, por el lado paralelo al pueblo, la propiedad está cercada por un pequeño muro blanco, a lo largo de cuya parte alta hay ramas de verdaderos rosales, todavía sin flores, aunque ya llenas de capullos. En el centro, una cancilla de hierro, cerrada. Se comprende que se trata de la casa de una de las personalidades del pueblo, y de gente que vive desahogadamente, pues, efectivamente, todo en ella da signos, si no de riqueza y de pompa, sí, sin duda, de bienestar. Y mucho orden.

María se baja del burrito y se acerca a la puerta de hierro. Mira por entre las barras. No ve a nadie. Entonces trata de que la oigan. Una mujercita (la más curiosa de todas, que la ha seguido) le hace señales para que se fije en un extraño objeto que sirve para llamar: dos piezas de metal dispuestas en equilibrio en una especie de yugo, las cuales, moviendo el yugo con una gruesa cuerda, chocan entre sí haciendo el sonido de una campana o de un gong.

María tira de la cuerda, pero lo hace de forma tan delicada que el sonido es sólo un ligero tintineo que nadie oye. Entonces la mujercita, una viejecilla toda ella nariz y barbilla puntiaguda, y con una lengua que vale por diez juntas, se agarra a la cuerda y se pone a tirar, a tirar, a tirar. Una llamada que despertaría a un muerto. “Se hace así, mujer. Si no, ¿cómo va a querer que la oigan? Sepa que Isabel es anciana, y también Zacarías. Y ahora, además se sordo, está mudo. Los dos sirvientes son también viejos, ¿sabe? ¿Ha venido alguna otra vez? ¿Conoce a Zacarías? ¿Es usted?”.

Aparece un viejecillo renco que salva a María de este diluvio de informaciones y preguntas. Debe ser jardinero o labrador. Lleva en la mano un pequeño rastrillo y una hoz atada a la cintura. Abre. María entra mientras le da las gracias a la mujer, pero… ¡ay!, la deja sin respuesta. ¡Qué desilusión para la curiosa!

Nada más entrar, dice: “Soy María de Joaquín y Ana, de Nazaret. Prima de vuestros señores”.

El viejecillo inclina la cabeza y saluda, luego da una voz:

“¡Sara! ¡Sara!”. Y abre otra vez la verja para coger el borriquillo, que se había quedado afuera porque María, para librarse de la pegajosa mujercita, se había colado dentro muy rápida, y el jardinero, tan rápidamente como Ella, había cerrado la verja delante de las narices de la chismosa. Pasa al burro y, mientras lo hace, dice: “¡Ah…, gran dicha y gran desgracia para esta casa! El Cielo ha concedido un hijo a la estéril. ¡Bendito sea por ello el Altísimo! Pero Zacarías volvió de Jerusalén mudo hace ya siete meses. Se hace entender con gestos, o escribiendo. ¿Ha tenido noticia de ello? Mi señora en medio de esta alegría y este dolor, la ha echado mucho de menos. Siempre hablaba de usted con Sara. Decía: “¡Si estuviese aquí conmigo mi pequeña María…! Si hubiera seguido ahora en el Templo, habría enviado a Zacarías a traerla. Pero el Señor ha querido que fuese la esposa de José de Nazaret. Sólo Ella podría consolarme en este dolor y ayudarme a rezar a Dios, porque todo en Ella es bondad.

En el Templo todos la echan de menos y están tristes.
 La pasada fiesta, cuando fui con Zacarías la última vez a Jerusalén a dar gracias a Dios por haberme dado un hijo, oí de sus maestras estas palabras: ‘Al Templo parecen faltarle los querubines de la Gloria desde que la voz de María no suena ya entre estas paredes’”. ¡Sara! ¡Sara! Mi mujer es un poco sorda. Ven, ven, que te llevo yo”.

En vez de Sara, aparece, en la parte alta de una escalera adosada a un lado de la casa, una mujer ya muy anciana, ya llena de arrugas, con el pelo muy canoso –pero que ha debido ser negrísimo, a juzgar por lo negras que tiene las pestañas y las cejas y por el color moreno de su cara-. Contrasta en modo extraño, con su visible vejez, su estado, ya muy patente, a pesar de la ropa amplia y suelta que lleva.
 Mira protegiéndose los ojos de la luz con la mano. Reconoce a María. Levanta los brazos hacia el cielo con una exclamación de asombro y de alegría, y se apresura, en la medida en que puede, hacia abajo al encuentro de la recién llegada. Y María –cuyos movimientos son siempre moderados- esta vez se echa a correr rápida como un cervatillo y llega al pie de la escalera al mismo tiempo que Isabel. Y recibe en su pecho con viva efusión de afecto a su prima, que, al verla, llora de alegría.

Permanecen abrazadas un momento. Luego Isabel se separa con una exclamación de dolor y alegría al mismo tiempo, y se lleva las manos al abultado vientre. Agacha la cabeza, palideciendo y sonrojándose alternativamente. María y el sirviente extienden los brazos para sujetarla, pues ella vacila como si se sintiera mal.

Pero Isabel, después de un minuto de estar como recogida dentro de sí, alza su rostro, tan radiante que parece rejuvenecido, mira a María sonriendo con veneración como si estuviera viendo un ángel y se inclina en un intenso saludo diciendo:

“¡Bendita tú entre todas las mujeres!
¡Bendito el Fruto de tu vientre! (lo dice así, dos frases bien separadas)

¿Cómo he merecido que venga a mí, sierva tuya, la Madre de mi Señor? Sí, ante el sonido de tu voz, el niño ha saltado en mi vientre como jubiloso, y cuando te he abrazado el Espíritu del Señor me ha dicho una altísima verdad en el corazón.

¡Dichosa tú, porque has creído que a Dios le fuera posible lo que posible no aparece a la humana mente!

 ¡Bendita tú, que por tu fe harás realidad lo que te ha sido predicho por el Señor y fue predicho a los Profetas para este tiempo!

¡Bendita tú, por la Salud que engendras para la estirpe de Jacob!

¡Bendita tú, por haber traído la Santidad a este hijo mío que siento saltar de júbilo en mi vientre como cabritillo alborozado porque se siente liberado del peso de la culpa, llamado a ser el precursor, santificado antes de la Redención por el Santo que se está desarrollando en ti!”.

María, con dos lágrimas como perlas, que le bajan desde los risueños ojos hasta la boca sonriente, el rostro alzado hacia el cielo, levantados también los brazos, en la posición que luego tantas veces tendrá su Jesús, exclama:

 “El alma mía magnifica a su Señor” y continúa el cántico como nos ha sido transmitido. Al final, en el versículo: “Ha socorrido a Israel, su siervo etc.”, recoge las manos sobre el pecho y se arrodilla muy curvada hacia el suelo adorando a Dios.

El sirviente, cuando había visto que Isabel no se sentía mal y que quería manifestar su pensamiento a María, se había retirado prudentemente; ahora vuelve del huerto acompañado de un anciano de aspecto majestuoso, de barba y pelo enteramente blancos, el cual, con vistosos gestos y sonidos guturales, saluda desde lejos a María.

“Zacarías está llegando” dice Isabel tocando en el hombro a la Virgen, que está orando absorta. “Mi Zacarías está mudo. Está bajo sanción divina por no haber creído. Ya te contaré luego. Ahora espero en el perdón de Dios porque has venido tú; tú, llena de Gracia”.

María se levanta. Va hacia Zacarías. Se inclina hasta el suelo ante él. Le besa la orla de la vestidura blanca que le cubre hasta los pies. Esta vestidura es muy amplia y está sujeta a la cintura por una ancha franja bordada.

Zacarías, con gestos, da la bienvenida a María, y juntos van donde Isabel. Entran todos en una vasta habitación, muy bien puesta, de la planta baja. Ofrecen asiento a María y mandan que le sirvan una taza de leche recién ordeñada –todavía tiene la espuma- y unas pequeñas tortas.

Isabel da órdenes a la sirvienta, quien, embadurnadas de harina todavía las manos y el pelo más blanco de cuanto en realidad lo es, por la harina que tiene, por fin ha hecho acto de presencia. Quizás estaba haciendo el pan. Da órdenes también al sirviente –al que oigo llamar Samuel- para que lleve el baulillo de María a la habitación que le indica. Todos los deberes de una señora de casa para con su huésped.

Entretanto, María responde a las preguntas que Zacarías le hace escribiendo con un estilo en una tablilla encerada. Por las respuestas, comprendo que le está preguntando por José y por cómo se encuentra siendo su prometida. Y comprendo también que a Zacarías le es negada toda luz sobrenatural acerca de la gravidez de María y su condición de Madre del Mesías. Es Isabel quien, acercándose a su marido y poniéndole con amor una mano en el hombro, como para hacerle una casta caricia, le dice: 

“María también es madre. Regocíjate por su felicidad”. 

Y no dice nada más. Mira a María; y María la mira, pero no la invita a decir nada más, por lo cual guarda silencio.




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